Tropezar en la derrota

Tengo mucho respeto por los porteros perdedores. Sobre todo, porque mi experiencia es enorme en ese terreno. El futbol te da, fundamentalmente, muchos disgustos. Nos pasamos las temporadas maldiciendo la mala suerte de nuestro equipo (suele ser debilidad, ojala fuésemos capaces de reconocerlo más a menudo). Y de vez en cuando, muy raramente, cae una alegría camuflada en empate a dos con tanda de penaltis, pase a octavos bajo la euforia, cerveza en el vestuario y sonrisas en las duchas.

Pero se pierde mucho mas que se gana. Aun así, jugamos y perdemos, y volvemos a jugar días después, esperando que esta vez sea la buena. Creemos tropezar en la derrota, incluso cuando se ha convertido en un hábito indeseable.

Cuando llevas seis goles encajados, y luego otro y otro, ves venir al rival hacia tu puerta y no te fallan las piernas, sino la emoción. Ya estás pensando en el próximo partido, solamente deseas cerrar este porque aquí no hay nada más que perder. Ya todo está perdido. Pero esos hijos de perra no aflojan, tienen cuatro ex jugadores de 2°B diez años más jóvenes que tú, que deberían experimentar algo similar a la piedad, pero que siguen corriendo como balas, siguen robando otro balón, siguen celebrando el noveno gol como si fuera el primero.

Pierdes la cuenta. Ni siquiera preguntas en el tristísimo vestuario por el resultado. Más tarde, en el repaso nocturno, te duele más el gol que te tragaste, ya harto de recoger balones de la red, que cualquiera de los otros nueve. Te duele incluso más que los hombros o la espalda. Es tu 1-0 particular. Y no te va a volver a pasar. Seguro que no. El próximo viernes será mejor, dicen que los de  Gunzwil no son tan buenos.

LES FLEURS DU MAL

”¡Derrama tu veneno y que él nos reconforte!
Hasta tal punto el fuego de nuestros cerebros quema,
Que queremos rodar al fondo del abismo, ¿qué importa Infierno o Cielo?,
¡al fondo de lo Ignoto para encontrar lo nuevo!”

Charles Baudelaire, “Las flores del mal”

Hoy me asomé al abismo. Y rodé hasta bien abajo.

En categoría 50+ de Suiza, jugamos al fútbol 7, en la mitad de un terreno y con porterías pequeñas. Hace casi tres años que he vuelto a reencontrarme con el fútbol y parece mentira que pueda aún sentir tanto placer en el juego. Entreno mucho, casi a diario, de modo que el disfrute pueda ser completo. Eso quiere decir jugar ganando, y sin mucho dolor. También Baudelaire decía que no puede resultar indiferente ganar o perder, a riesgo de caer en el hastío.
Al final de este camino de espinas y Voltarén, en Suiza Central muchos equipos de los cantones de Lucerna y Zug ya saben que no será facil batirme.

Animado por mi buena forma, últimamente he estado mirando con cierta envidia la portería grande, la de siete metros y pico, la del fútbol de verdad. Ese sí sería un reto, pensaba. El fútbol de posición, de desplazamientos largos. Más presencia y menos reflejos. Volar no por volar, sino porque o vuelas largo (a por todo, cada vez) o es gol. Como lo hacía a los 15, a los 20 años. Y a los primeros 30 incluso. La felicidad, entonces, era eso.

Hoy pasó. El equipo de Steinhausen me ha invitado a jugar con ellos, en una categoría “normal”, fútbol de verdad, partido de liga contra el Hochdorf. Gente mucho más joven. Más veloz. Y yo he vuelto a debutar a los 50 años. Entrada al campo tras el árbitro, en fila, saludo al público, choque de manos con el rival. La parafernalia de un auténtico partido.

Después, dos ideas. La primera: qué difícil es jugar a este deporte. Qué grande es el terreno, qué rápido hay que ser. Qué cálculo de distancias para anticiparse. Como buen portero, pienso mucho. En el primer córner me dije “qué lejos està”. Pero tuve que salir de puños. En un contraataque el balón me parecía de nuevo muy lejano. Pero tuve que salir al corte.
La segunda reflexión: qué hermoso es el fútbol. Me he sentido Arconada en Atocha. Irreal como si estuviese en una partida del videojuego FIFA. Futbolista otra vez. Sí. Hoy fui al fondo del abismo a descubrir lo nuevo (pero era lo viejo, ese veneno conocido).


HISTORIA DE MIEDO


Cuando más nervioso me pongo es antes de vestirme de futbolista. Me gusta llegar pronto, ver el campo donde juego, tocar el césped, proyectarme. En ese rato imagino lo que va a pasar. Recuerdo un partido en casa contra el Juvenil del Real Madrid. Yo tendría 15 años. Iban llegando al campo unos tipos altísimos, algunos con barba de dos días. Daban miedo. Con mi 1,72, no paraba de pensar “hoy cada córner será una fiesta”.

Hace 35 años de aquello. Hoy juego en la liga de veteranos de Suiza interior, la "Innerschweizerisch Fussballverband". Cuantos más años, menos público en el campo. Y más miedo a hacerme daño. Mientras camino por la hierba y mido las improbables distancias adonde tendré que poner el balón en los saques de puerta, pienso en lo que soy, en el precio que pago por ser el único que se viste como quiere: yo soy portero, yo no tengo derecho al error. Yo hundo a mis compañeros en una salida mal medida o en unas manos blandas. El corazón me late miedoso y responsable. Yo nunca vi a Arconada tomarse a broma ni un solo partido. Ni uno.
Ya vale. Me voy solo a la caseta para echarme linimento en los gemelos. El olor a alcanfor me relaja y ya tengo una sola palabra en mi mente: bien. Pasarlo bien. Y hacerlo bien, me corrijo. Y repito: "ya vale".

Acaba el partido, hemos perdido en goles y ha ganado una hermosa tarde de futbol. Ya de noche, tras cenar con el equipo, vuelvo en coche a casa con Michael, mi amigo y compañero, un carrilero alemán de afición tardía. Conduzco pensando en mis estúpidos temores, en que nada justifica tanta responsabilidad. A estas alturas, por favor. 
Y de pronto, en tono confidente, Michael me mira y me pregunta:

“Ramón, ¿tú puedes dormir la noche antes de los partidos?”

Honrar al fútbol

La mejor forma de amar este deporte es practicarlo, me voy diciendo al llegar al estadio del Weggiser SC. Al menos ha dejado de llover.
Me quito la ropa queriendo obviar el frío del vestuario. Me vendo el tobillo como escondiendo ese dolor crónico, sé que no sirve de nada pero tras la venda ya no está. Me visto de naranja, como Él, y calibro equivocadamente jugar sin chándal, aunque no haya público para fijarse en mis medias blancas. Cambiaré de idea en el descanso cuando mi rodilla derecha esté vibrando de frío y de dolor. Caliento pero caliento ante todo el corazón, que con mis carreritas y zig zags se va ensanchando, mientras visualizo las paradas que no haré. Las porterías me parecen ya tan pequeñas que diría que estoy usando la percepción de hace 20 años, esa que utilizo cuando me conviene. Esa medición figurada que no entenderé  cuando mi estirada no alcance su objetivo, porque las piernas han dejado de ser aquel resorte infalible.
Cuando comienza el partido ya tengo tanta convicción como agua en las botas. Los porteros aficionados de casi 50 años ya no odiamos a Guardiola por hacernos jugar con los pies. Odiamos más a Sacchi y sus defensas adelantadas, que nos obligan a larguísimos sprint para contrarrestar los contraataques de delanteros cojeantes. Yo cuando me toca jugar con los pies lo basó todo en el estilo porque no tengo ni idea de chutar un balón. Con estilo el contrario cree que sabes, al menos hasta la segunda parte, cuando se dan cuenta de que todos somos de la misma generación y por tanto, que en los ochenta los porteros no regateábamos. Jamás. Sin embargo tengo el mismo arrojo para lanzarme a los pies del delantero. Vuelo hacia él, los ojos cerrados, esperando que el balón rebote en mi cuerpo, ojalá en la rodilla que casi no duele, ojalá el tipo salte y no me golpee. Suelo dar yo primero, lo confieso. No brinco como antes pero sigo jugándome el tipo como siempre. El rival que sabe eso, te respeta más. Y ya me duelen los hombros, ya sé que las cervicales me van a fastidiar toda la semana, mientras repaso mentalmente los goles que salvé, y sobre todo los que no. 
Necesito concentrarme en el juego porque el frío me puede, me agarrota las usadas articulaciones y subraya los músculos magullados. Mis compañeros hablan alemán y no me entienden pero no les hablo a ellos: "va, va, venga, encima", significa que estoy aquí, que estamos vivos porque jugamos como cuando éramos críos, y nuestros límites físicos no tienen nada que ver con la emoción que sentimos. Jugando. Veo a mis compañeros sin resuello, pidiéndome sacar de puerta más despacio, y pienso que en realidad están honrando al deporte más hermoso que existe. El juego es un arroyo de emociones.
Cuando todo acaba, nos vamos llenos de contrastes y paradojas. Sonrisas que podrían ser muecas de dolor. Abrazos y felicitaciones tras la derrota. Miro atrás, a la portería,  tratando de retener ese gol que no debió ser. Saco el barro de los tacos mientras vuelvo a la vida real, que espera en las duchas.
Me siento para quitarme el pesado pantalón. Voy liberando mi cuerpo de protecciones y vendas, y hago inventario de daños. Nada importante, nada que no se cure con más o menos antiinflamatorios. 
Se habla mucho de épica en el fútbol profesional, pero nada es comparable con el fútbol aficionado. Soy el sufrido y orgulloso portero del Baar FC, un equipo de veteranos en Suiza. Nada menos.
Nunca fui Arconada. Pero me sigo pareciendo bastante.

Una edad madura


Era el mes de Agosto de 1982. Agotábamos el verano en el pretil cercano a mi casa, donde, junto a la iglesia, jugaba cada tarde al balón con los vecinos. En esa placita estaba la puerta del colegio, de modo que las tardes eran una lánguida cuenta atrás, perezosa como el sol que, todavía, tardaba mucho en marcharse.

Una de esas tardes quise tener más de cuarenta años. Soñé haber acumulado madurez suficiente para poder responder al hermano de Huertas -Huertitas- con un discurso a la altura de la importancia del debate. El curso anterior había estado lleno de expectativas ante la llegada del Mundial 82. Claro, ahora esto se entiende diferente, porque ya hemos ganado un campeonato mundial. Por entonces, era la épica de lo desconocido. Llegar a América en barco de vela sigue siendo difícil pero en 1500 incluía un añadido de incertidumbre: no sabían dónde iban. Pues en el fútbol, lo mismo. Y yo deseé tener la edad que tengo para poder decirle al hermano de Huertitas algo así:

"Los balones imposibles no se detienen, estúpido. Los balones imposibles se despejan. Donde se pueda; si no, es que no eran tan imposibles. La paradoja de quienes fabrican milagros es que luego se les exigen. Pero Jesucristo no podía ir de boda en boda convirtiendo agua en vino. O no hubiese sido lo que fue". Esto, dicho bajo la puerta de la parroquia, tiene un efecto demoledor, calculo.
"Los balones imposibles llueven desde la banda con trayectorias indescifrables de relámpago, surgen veloces a dos metros de ti, aparecen de improviso donde no los esperas, para matarte. ¿Qué pretendes que haga una persona cuando entre la amenaza y su cumplimiento hay milésimas de segundo?". En aquel tiempo no sabía que Shankly dijo que el fútbol no es cuestión de vida o muerte sino mucho más que eso. Recurso al drama.
"En ese minúsculo espacio de tiempo, la perfección siempre es imperfecta, es una propina que alarga la ilusión, un aplazamiento inesperado. Al condenado, cualquier prórroga de vida le sirve. Me pregunto por qué a ti no".
Yo creo que con esta pregunta hubiera callado su bocaza de ignorante balompédico. Al menos hasta la siguiente Eurocopa, dos años después.

A veces estoy muy contento de haber llegado a una edad madura.

Detalles


Para sacar de puerta, traía el balón desde detrás de la portería recogido en su brazo derecho, como quien lleva una frágil herramienta de trabajo que va a poner a funcionar. Cuando detenía el esférico, con más o menos mérito, ya estaba dando la orden al defensa para aplicarse más en la siguiente acción del juego, señalando con el dedo ese espacio que debió ser mejor cubierto o esa falta de atención sancionable. Caía y rebotaba contra el suelo, como un cuerpo de goma, resiliencia pura, volviendo a su forma original en centésimas de segundo, bella la caída pero fugaz, con los pies de nuevo en el suelo sin que mis ojos lo hubieran percibido. Casi flotaba en el aire, esperaba el ataque contrario con mínimos saltos como si permaneciese en el vacío y la reacción preexistiera a la acción. Añadía en los penaltis su espalda en ángulo recto, manos en el regazo, dando a entender que instantes antes del disparo, él ya estaría volando hacía el lado del éxito.
Gritaba enérgico con la seguridad de quien sabe lo que hace, porque cada gol encajado era pasado e irrepetible y nunca le vi cometer el mismo error dos veces. Minutos después de recibirlos ya eran goles de otros, goles que sucederían a los demás, en otros arcos. Quedaba por tanto escrito el infortunio ajeno. Y cuando, antes de chutar el balón, golpeaba con la puntera de sus botas el césped -en ese gesto tan suyo-, era como si grabase en la tierra los hechos para pasar a un presente libre de complejos.
Bajo las medias portaba dos espinilleras como tejas de un tejado de barro incorruptible. Inalterables pero ligeras, porque cada pierna era un tótem poblado de muelles, un impulso a punto de nacer, un despegue -sin cuenta atrás- del proyectil que se llevaba todo por delante a su paso, en el camino hacia planetas de cuero cosido.
Cualquier gesto era un derroche de plasticidad, cualquier acción podía ser la más bella de siempre, aquella pelota que iba fuera pero era seguida por todo su cuerpo levitando a la altura del larguero, los brazos estirados, las piernas como una tijera cortando el aire y dejándome sin aliento, los ojos siguiendo trayectorias que eran incógnitas a punto de resolverse. Un simple e indigno disparo a puerta daba valor a todo un partido, sin importar el resultado final. Sensibilidad a flor de piel, como la que provoca un baile hermoso, sacando de la nada movimientos eternos para la retina de un chaval.Yo también tapaba la marca de mis tristes y usados guantes de tercera con esparadrapo. Yo también busqué como un tesoro esas marcas raras que llevaba, esas botas Pony, esas camisetas naranjas Rasán, Dios se viste como quiere y como quería Dios me vestía. Yo también llevé preciosas camisetas Adidas con pantalones azules brillantes de mercadillo que cambiaba en las derrotas. Yo quise ser un digno acólito, príncipe del Señor que iluminaba mis sueños de juventud. No quise imitar, quise ser. Hasta que vino el tiempo a decirme que nada es eterno salvo los recuerdos, y desde entonces ando buscando otras ilusiones por las esquinas, ilusiones que estén a la altura de aquellas. Algunas hay, y eso que, con trece años, supe poner un alto criterio de exigencia en mis deseos.

Una elección vital


Ir contracorriente es un modo de vida. Se va forjando lentamente, como el muro al que golpean las olas y del que, incluso tras dos siglos, nadie duda de su aguante eterno. Un día, a los once años, te debes defender de ataques verbales en un pretil, amigos del partidillo que señalan a tu ídolo como mal portero porque no bloca el balón, sino que lo despeja a los pies del rival. Ese día comprendes que estás en el otro lado, precisamente el menos confortable. Y a fuerza de creer, lo asumes.
Pero cumplidos mis 20, hubo una noche en que iba con el viento de cola, una noche en la que todo estaba a favor. Hoy revivo frente al ordenador las imágenes de aquella final de Copa del Rey de hace veintidós años y un día. Yo estaba allí. Mientras veo la increíble estirada de Arconada despejando un remate de Alexanco, reparo en el reflejo de mi rostro en la pantalla. Qué viejo soy. Que arrugas más extrañas parten de mis ojos algo hundidos. Narra José Angel de la Casa, qué fervor le tenía él también. Y escucho ... ¿yo? ¿Soy el mismo que se situó en la tribuna de preferencia con total convicción de victoria? Aparto mi vista del ordenador, ya todo está perdido, la última media hora de partido no sirvió de nada. Me asomo a la ventana de la cocina y miro en mi alma, pensando si tanto hemos cambiado.

Arconada estaba, para mí, en su mejor momento. Su tren inferior eran verdaderos muelles. Su carácter e influencia sobre el grupo eran tremendas y eso que el grupo era extraordinario, la última gran Real Sociedad, la que ganó la Copa el año anterior, la que había ganado las Ligas. Nunca se vio un portero en España con semejante potencia, reflejos, y actitud. Enfrente, yo percibía a Zubizarreta como una caricatura. Exitosa, eso sí.

No podíamos perder. Eramos diez veces más en el Bernabéu, una marea txuri urdin que venía de ver meterle cuatro al Madrid en semifinales. Aunque de los que estábamos allí, yo era uno de los pocos que de verdad lo vió. También estuve allí. No podíamos perder. Ellos hacían un fútbol rácano, de triste equipo que días después se decompuso en el "Motín del Hesperia". Era imposible perder.
Con esa seguridad, junto a mi amigo Alberto, tomé el tren regional (llamado "la Unidad") desde el corazón de La Mancha, dispuesto a que por fín la razón estuviese de mi parte. Que las cosas fuesen como debían ser. Por una vez. Orgulloso entregué mi billete al revisor, sin complejo de ser visto por mis paisanos con mi bandera blanquiazul, y mi gorrita con la ikurriña.
Pero nunca me ha ido bien cuando he dejado la contracorriente. Cuando al poco de comenzar la segunda parte disparó Lineker, Arconada despejó en un giro sorprendente. Tuve una décima de segundo para asombrarme y creer en lo increíble, hasta que Alexanco empujó el balón a nuestra portería. Ahí terminó todo. No ganaría nada esa noche. O casi.

Rodeado por aficionados de mi equipo, pasamos los últimos treinta minutos creyendo pero asumiendo. Unos minutos tras el gol, mi compañero de asiento, un grueso señor bigotudo, se giró y me preguntó algo en euskera. No lo entiendí así que doblemente resignado me dijo: "¿Y tú desde donde vienes?". Eran tiempos de poca globalización. Él debía pensar que de Álava como muy lejos. Y yo respondí: "De Alcázar de San Juan, provincia de Ciudad Real". Me miró como a un marciano y pronunció esa palabras que aún resuenan en mi cabeza: "Hostia, no sabía que hasta allí hubiera gente de la Real".

Así que algo gané ese día. La convicción de que hay territorios vitales irrenunciables. De que, contra viento y marea, debemos ser fieles a nosotros mismos. Esa victoria, la del reconocimiento de aquel tipo, no la podrían jamás empañar ni Lineker, ni Schuster, ni Alexanco. Vuelvo al ordenador con una sonrisa, pensando en que aunque se dice que hay "marcadores injustos", lo que de verdad importa es el resultado final. Pero el final de verdad. Y veintidós años más tarde seremos más mayores, es cierto, pero seguimos en la brecha, creyendo en lo increíble.