Cuestión de principios

Yo solía ir mucho a casa de don Luis, el médico de cabecera, no porque enfermara a menudo sino porque en esa época me mandaban normalmente a por recetas para mis padres o abuelos; este era el clásico recado tedioso porque suponía pasar mucho rato con poca productividad. Don Luis, en su sala de espera, tenía un montón de revistas para amenizar aquellas tardes de mucha demanda y poca oferta médica en mi pueblo. Las revistas no eran “del corazón” precisamente sino que reflejaban el estado espiritual del entrañable galeno: todas eran “Mundo Cristiano”, “Misioneros combonianos”, o similares. Ahí me inspiraba yo para sacar con nota los exámenes de religión.
Como era muy curioso, y me leía todo lo que caía en las manos, pues bienvenida era la doctrina cristiana. Y como bien dice algún sector de la misma, el sacrificio suele acercarte a Dios. Pues eso fue exactamente lo que me sucedió.
Así fue que un día estaba yo, penitente, leyendo un “Mundo Cristiano”, y de repente apareció Él. Una entrevista, escrita por Paco García Caridad -hoy afamado periodista-, católica, apostólica y romana. De valores. Preguntas y respuestas sinceras y de orden, donde se retrata el personaje tanto como el medio. Con confesiones serías, personales.
Desde la visión de los doce años (en 1980, aún tan inocentes), aquello era una seria declaración de valores humanos y más allá, humanísticos. Era la primera vez que leía una entrevista con Arconada, y me pareció espléndida. Para mí, era un personaje más gráfico que otra cosa, de camisetas preciosas, de fotos pegadas en mi armario con palomitas extraordinarias. Pero de texto, nada.
En un recuadro de la entrevista, un titular: AMISTAD, PORRUSALDA Y FAMILIA. Los tres pilares de la vida. Ahí, en el “Mundo Cristiano”, y a esa temprana edad, comprendí yo lo que realmente merecía la pena en este valle de lágrimas. Libertad, igualdad, fraternidad… ¿qué es esa cursilería? Estos sí eran principios. Y bien explicados que estaban.
La familia, lo entendía bien. En mi casa estaba muy asumido ese principio vital. Éramos un grupo muy unido y nos queríamos muchísimo, mis padres, mis hermanos. Aún es así. Ese lo tenía clavado.
Respecto de los amigos, fue por entonces que aprendí la diferencia entre los auténticos y los que no lo eran. A partir de ahí, ya comencé a aplicar un esquema selectivo que todavía hoy me dura. De hecho, me quedan muy pocos, pero los que son, están desde hace muchísimos años. Estoy muy orgulloso de ello. Ese principio lo tenía.
Y en cuanto a la porrusalda, cuando aquella tarde regresé con la receta de Muface a mi casa (y con la mala conciencia: arrancar y robar una página de una revista así debía ser más pecado que de costumbre), me planté ante mi madre pidiéndole el sagrado guiso. Ella me miró muy extrañada porque ese plato no había sido precisamente mi debilidad -de la variante con bacalao, que en la edad adulta creí entender que es a lo que se refería Arconada, ni mencionarlo sin arcadas-. Y nadie sabe la cantidad de puerro con patata y zanahoria que he podido comer hasta la fecha actual.
Era una cuestión de principios.

Buscando encontré

Yo seguía el Estudio Estadio desde los tiempos de Juan Manuel Gozalo, los lunes. Eso era antes de jugar al fútbol, pero ya me apasionaba el ritmo, los colores de las camisetas, la melena y los bigotes de los jugadores (eran los tatuajes de ahora), o los inverosímiles y pomposos nombres de árbitro (Alvárez Margüenda, Soriano Aladrén). Había un chiste gráfico antes de cada resumen, era la era predigital, donde todo se hacía a mano y en nuestras cabezas todo también era más naif. Mi vida en aquel tiempo era un largo río tranquilo, feliz en mi casa del pueblo, con mis amigos cerca, las chicas que me gustaban, buenas notas en el Instituto, y unos padres pendientes de mí cada día del año.

Cuando en el 83 comencé a ponerme de portero, tuve una idea de una fascinante construcción lógica. Si, mirando el Estudio Estadio, me fijaba mucho en los goles que le metían a Arconada, los memorizaba y en los entrenamientos era capaz de visualizarlos, sería imposible tropezar sobre esa misma piedra en el partido del domingo. Era un ejercicio de excelencia que comencé a desarrollar con malos resultados (el primer año en el "Ábrego C.F." los recibí de cinco en cinco, y sólo ganamos a la Peña de Athletic de Bilbao) pero con constancia y entrega me llevó al equipo de juveniles de mi pueblo en año y pico. Así que cada domingo (porque el programa pasó a los domingos) me sentaba y no me movía del sillón de la salita de estar hasta que salía el resumen de la Real Sociedad. Porque en aquel entonces, si te lo perdías, simplemente no lo veías más. Y cada gol perdido era un gol que me podían meter al siguiente domingo.

Hasta aquel primer partido de Liga del 85, un 31 de Agosto en Atocha. "El País" dijo "Arconada paró el sábado el disparo de un delantero céltico y, al ir a revolverse para despejar de puño a fin de evitar un posterior remate, sintió el dolor en la rodilla" (ya no se escribe así). Yo sólo ví que al iniciarse el resumen de la segunda parte del partido, mi ídolo, vestido de azul, cayó sobre la hierba y no se levantó. Su ligamento se rompió y yo me quedé sin profesor a distancia de los goles que no habría de recibir.

Aquella noche, cuando acabó el Estudio Estadio, me quedé pensando en que desde ese momento, y para toda la temporada, habría de valerme por mí mismo. Fue la primera vez que tuve que asomarme al abismo a ver lo alto que era y comprendí que buscando la perfección puede uno encontrar el fracaso. Pasó un tiempo y me acostumbré a ello. No busqué sustitutos. Jugué como lo habría hecho él, pero fui yo mismo -es más, una vez hasta me puse un pantalón blanco-.
Meses después marché a Madrid, la gran ciudad, tan inhóspita, para iniciar mis estudios universitarios. Él volvió a los terrenos de juego y yo me dispuse a comenzar una nueva vida a partir de la cual ya no habría referencias. Pero en la que siempre estuvo presente aquella noche donde me convencí de que ya era tiempo de saltar sin red.