Episodios aristotélicos




Después de muchos años sin vernos, mi gran amigo llegó desde Alemania para pasar unos días juntos. Tres días que servirían para recordar lo viejo y para compartir un poquito de nuestro lejano presente.

Al día siguiente, partido. Yo quería hacerlo bien, era la primera vez que mi amigo venía a verme jugar (pienso, ahora, que el público no sabe las motivaciones que en el campo nos llevan a hacerlo mejor o peor). Cuando saltamos al campo, lo ví sentado... absorto en su lectura. Se pasó todo el partido leyendo. Incluso en el momento álgido del encuentro: penalty en contra. Yo me dije "ahora mirará" y confiado en ello me concentré para detenerlo. Con éxito: estirada al palo de mi derecha (mi lado bueno) y gran parada. Pues ni por esas. Ni se inmutó el amigo, al que miré de reojo mientras me abrazaban mis compañeros, viéndole enfrascado en aquel libro misterioso.

Una de las cosas que más admiraba en Arconada era la capacidad de mantener la serenidad incluso en los momentos de más tensión. Nunca una declaración extemporánea a la prensa. En todo momento con la calma a cuestas, sin salidas de tono. Tampoco en el terreno de juego. Para que se me entienda, Buyo era bueno, pero no tenía ese saber estar. Arconada era elegante sacando de puerta, dirigiendo la defensa, o elevándose ante los rivales para despejar de puños un córner cerrado

A mi no me salía esto. Durante mucho tiempo. Nunca olvidaré aquel otro penalty que me colaron, que salió raso junto al palo hasta la grada porque la red estaba rota, y que disimulé de tal modo que el árbitro y varios de mis compañeros (no el rival) creyeron que salió fuera. Acabamos a golpes y yo manteniendo el engaño. Así era yo en el campo. Hasta que leí el libro dichoso y todo cambió.

Leí la "Ética a Nicómaco" por curiosidad y por admiración a mi amigo. Lo terminé un sábado por la tarde. Al día siguiente nos enfrentábamos al Tobarra C.F. A mitad de partido, el balón vino suave a mí. El delantero corría como un loco incluso sabiendo que esa bola era mía. Cuando la cogí, todavía llegó el tipo como un tren y metió el pie con la peor intención. Caimos los dos. Con el balón en una mano, me levanté como un resorte, alcé mi puño para sacudirle y de repente, oí que el muchacho, mirándome asustado desde el suelo, emitía una serie de extraños gritos guturales. Era sordomudo. Bajé mi brazo pensando en Aristóteles, en que entre la cobardía y la temeridad hay un justo medio y que ese era el lugar donde yo querría estar en adelante, aunque sólo fuera por ser como Arconada.