El transistor




Antes de jugador, fui aficionado. Mi relación con el fútbol comenzó en la sombría sala de estar de mi abuelo Secundino. Sentado a la mesa camilla, esperaba el comienzo del "Carrusel deportivo" mientras escribía en un papel los partidos del día con su caligrafía afilada. Iba anotando los resultados y al lado la evolución de quiniela. Así pasaba las tardes, echándose al pecho un "Ideales" tras otro. Así lo recuerdo yo. Puede parecer poco gratificante para un crío de 9 años, pero ese rincón de privacidad era un auténtico cofre del tesoro para mí.

Los anuncios eran cantos a la ensoñación, cortos himnos de un marketing primigenio llenos de adjetivos inapropiados - "Castellana es ... superior"-. Productos incomprensibles -boquillas Targar, Radiola alta fidelidad-, frases poéticas y alcohólicas -se bebe la vida, se bebe Alvear...-. La radio era una ventanita al extraño mundo de los adultos, que bajo el humo del tabaco negro, me parecía repleto de insatisfacciones por cubrir con voces sugerentes susurrando un Ponche Caballero.

Adoraba los nombres de los equipos de Segunda B (Endesa Andorra -que era de Teruel-, Calvo Sotelo, Díter Zafra, Pegaso, Ensidesa) entre lo épico y lo exótico. Los nombres de los árbitros con sus dos apellidos, que ni los jueces de verdad tenían esa distinción. Qué contento estaba Joaquín Prat, qué sensación de que "eso" era pasarlo bien, y había que pasarlo, y cuántas cosas sucedían, cuántos goles, cuántas expulsiones, cuánta vida dentro de la radio.
Me mandaban a jugar muchas veces, pero otras tantas volvía al calor del brasero eléctrico para ver caer el sol por la ventana mientras pegaba la oreja a ese transistor Philips, sujeto con cinta de precinto porque se deshacía de puro viejo. Yo agradezco mucho a mi abuelo aquellos ratos surrealistas.

A los diez años, los Reyes Magos se debieron extrañar mucho cuando les pedí un transistor. Mi padre me llevó a una tienda de decomisos, nombre insólito como de estraperlo o de espías soviéticos. Recuerdo que en el paseo hasta allí me estuvo explicando lo que eran decomisos, imagino que para dar más emoción a la experiencia, y yo en mi ansiedad pensando en mi regalo atrapado en una lejana aduana de Asia. Elegí una pequeña radio roja con ribetes blancos. Esa radio me acompañó mucho tiempo, me acostaba con ella escondida escuchando programas nocturnos hasta que caía rendido.

El año siguiente, cuando íbamos menos a casa del abuelo porque estaba regular de salud, descubrí el placer de escuchar el "Carrusel" a solas, comiendo pipas, y viendo el partido del equipo local, el Gimnástico de Alcázar, en el Campo de fútbol municipal. Otro extraño hábito infantil para el domingo por la tarde: alguien me dijo que los niños no pagaban en el fútbol, medida pensada en principio para menores acompañados. Pero yo iba solo, con mi radio pegada al oído. Sólo me faltaba un coñac. Una de esas tardes de placer adulto, escuché a la Real Sociedad perder aquella liga, para más tarde ganarla con estrépito y decidí hacerme txuri urdin sin saber muy bien dónde estaba en el mapa San Sebastián. Porque las hazañas de Arconada no necesitaron, en el comienzo de los tiempos, de una pantalla donde verle actuar. Quedan en mi memoria las exageradas alabanzas radiofónicas, las gestas evocadoras de aquel hombre que volaba, y que modernizando el oficio de guardameta, tuvo que sentirse tan incomprendido como yo. Así lo reflejaban algunos artículos que todavía conservo. Pero Arconada se hizo el ejemplo a seguir, aquel por el que las sirenas de la ruta hacia Ítaca cantaban la canción del Soberano al portero menos goleado de primera división "...es cosa de hombres"

El día que murió mi abuelo, pocos años después, yo ya era un poco hombre y un poco Arconada y jugaba como futbolista juvenil en ese mismo campo municipal. Y esa tarde, había partido. En la épica carruselera que con él aprendí, la de los gestos que reflejan personalidades, la de la teatral grandilocuencia de las actitudes y los nombres, yo veía natural jugar. Arconada hubiera jugado, pensaba.

Fue el único día que mis padres no me dejaron acercarme al campo solo. Me fui a dar un paseo, con mi destartalado transistor rojo cantando nuevos goles, y pensando en que al abuelo Secundino, desde donde quiera que estuviese, le haría gracia que en al menos un estadio de España, aunque nunca saliera en sus tardes de radio, se guardase un minuto de silencio por él, como me dijeron que pasó.