Una edad madura


Era el mes de Agosto de 1982. Agotábamos el verano en el pretil cercano a mi casa, donde, junto a la iglesia, jugaba cada tarde al balón con los vecinos. En esa placita estaba la puerta del colegio, de modo que las tardes eran una lánguida cuenta atrás, perezosa como el sol que, todavía, tardaba mucho en marcharse.

Una de esas tardes quise tener más de cuarenta años. Soñé haber acumulado madurez suficiente para poder responder al hermano de Huertas -Huertitas- con un discurso a la altura de la importancia del debate. El curso anterior había estado lleno de expectativas ante la llegada del Mundial 82. Claro, ahora esto se entiende diferente, porque ya hemos ganado un campeonato mundial. Por entonces, era la épica de lo desconocido. Llegar a América en barco de vela sigue siendo difícil pero en 1500 incluía un añadido de incertidumbre: no sabían dónde iban. Pues en el fútbol, lo mismo. Y yo deseé tener la edad que tengo para poder decirle al hermano de Huertitas algo así:

"Los balones imposibles no se detienen, estúpido. Los balones imposibles se despejan. Donde se pueda; si no, es que no eran tan imposibles. La paradoja de quienes fabrican milagros es que luego se les exigen. Pero Jesucristo no podía ir de boda en boda convirtiendo agua en vino. O no hubiese sido lo que fue". Esto, dicho bajo la puerta de la parroquia, tiene un efecto demoledor, calculo.
"Los balones imposibles llueven desde la banda con trayectorias indescifrables de relámpago, surgen veloces a dos metros de ti, aparecen de improviso donde no los esperas, para matarte. ¿Qué pretendes que haga una persona cuando entre la amenaza y su cumplimiento hay milésimas de segundo?". En aquel tiempo no sabía que Shankly dijo que el fútbol no es cuestión de vida o muerte sino mucho más que eso. Recurso al drama.
"En ese minúsculo espacio de tiempo, la perfección siempre es imperfecta, es una propina que alarga la ilusión, un aplazamiento inesperado. Al condenado, cualquier prórroga de vida le sirve. Me pregunto por qué a ti no".
Yo creo que con esta pregunta hubiera callado su bocaza de ignorante balompédico. Al menos hasta la siguiente Eurocopa, dos años después.

A veces estoy muy contento de haber llegado a una edad madura.

Detalles


Para sacar de puerta, traía el balón desde detrás de la portería recogido en su brazo derecho, como quien lleva una frágil herramienta de trabajo que va a poner a funcionar. Cuando detenía el esférico, con más o menos mérito, ya estaba dando la orden al defensa para aplicarse más en la siguiente acción del juego, señalando con el dedo ese espacio que debió ser mejor cubierto o esa falta de atención sancionable. Caía y rebotaba contra el suelo, como un cuerpo de goma, resiliencia pura, volviendo a su forma original en centésimas de segundo, bella la caída pero fugaz, con los pies de nuevo en el suelo sin que mis ojos lo hubieran percibido. Casi flotaba en el aire, esperaba el ataque contrario con mínimos saltos como si permaneciese en el vacío y la reacción preexistiera a la acción. Añadía en los penaltis su espalda en ángulo recto, manos en el regazo, dando a entender que instantes antes del disparo, él ya estaría volando hacía el lado del éxito.
Gritaba enérgico con la seguridad de quien sabe lo que hace, porque cada gol encajado era pasado e irrepetible y nunca le vi cometer el mismo error dos veces. Minutos después de recibirlos ya eran goles de otros, goles que sucederían a los demás, en otros arcos. Quedaba por tanto escrito el infortunio ajeno. Y cuando, antes de chutar el balón, golpeaba con la puntera de sus botas el césped -en ese gesto tan suyo-, era como si grabase en la tierra los hechos para pasar a un presente libre de complejos.
Bajo las medias portaba dos espinilleras como tejas de un tejado de barro incorruptible. Inalterables pero ligeras, porque cada pierna era un tótem poblado de muelles, un impulso a punto de nacer, un despegue -sin cuenta atrás- del proyectil que se llevaba todo por delante a su paso, en el camino hacia planetas de cuero cosido.
Cualquier gesto era un derroche de plasticidad, cualquier acción podía ser la más bella de siempre, aquella pelota que iba fuera pero era seguida por todo su cuerpo levitando a la altura del larguero, los brazos estirados, las piernas como una tijera cortando el aire y dejándome sin aliento, los ojos siguiendo trayectorias que eran incógnitas a punto de resolverse. Un simple e indigno disparo a puerta daba valor a todo un partido, sin importar el resultado final. Sensibilidad a flor de piel, como la que provoca un baile hermoso, sacando de la nada movimientos eternos para la retina de un chaval.Yo también tapaba la marca de mis tristes y usados guantes de tercera con esparadrapo. Yo también busqué como un tesoro esas marcas raras que llevaba, esas botas Pony, esas camisetas naranjas Rasán, Dios se viste como quiere y como quería Dios me vestía. Yo también llevé preciosas camisetas Adidas con pantalones azules brillantes de mercadillo que cambiaba en las derrotas. Yo quise ser un digno acólito, príncipe del Señor que iluminaba mis sueños de juventud. No quise imitar, quise ser. Hasta que vino el tiempo a decirme que nada es eterno salvo los recuerdos, y desde entonces ando buscando otras ilusiones por las esquinas, ilusiones que estén a la altura de aquellas. Algunas hay, y eso que, con trece años, supe poner un alto criterio de exigencia en mis deseos.

Una elección vital


Ir contracorriente es un modo de vida. Se va forjando lentamente, como el muro al que golpean las olas y del que, incluso tras dos siglos, nadie duda de su aguante eterno. Un día, a los once años, te debes defender de ataques verbales en un pretil, amigos del partidillo que señalan a tu ídolo como mal portero porque no bloca el balón, sino que lo despeja a los pies del rival. Ese día comprendes que estás en el otro lado, precisamente el menos confortable. Y a fuerza de creer, lo asumes.
Pero cumplidos mis 20, hubo una noche en que iba con el viento de cola, una noche en la que todo estaba a favor. Hoy revivo frente al ordenador las imágenes de aquella final de Copa del Rey de hace veintidós años y un día. Yo estaba allí. Mientras veo la increíble estirada de Arconada despejando un remate de Alexanco, reparo en el reflejo de mi rostro en la pantalla. Qué viejo soy. Que arrugas más extrañas parten de mis ojos algo hundidos. Narra José Angel de la Casa, qué fervor le tenía él también. Y escucho ... ¿yo? ¿Soy el mismo que se situó en la tribuna de preferencia con total convicción de victoria? Aparto mi vista del ordenador, ya todo está perdido, la última media hora de partido no sirvió de nada. Me asomo a la ventana de la cocina y miro en mi alma, pensando si tanto hemos cambiado.

Arconada estaba, para mí, en su mejor momento. Su tren inferior eran verdaderos muelles. Su carácter e influencia sobre el grupo eran tremendas y eso que el grupo era extraordinario, la última gran Real Sociedad, la que ganó la Copa el año anterior, la que había ganado las Ligas. Nunca se vio un portero en España con semejante potencia, reflejos, y actitud. Enfrente, yo percibía a Zubizarreta como una caricatura. Exitosa, eso sí.

No podíamos perder. Eramos diez veces más en el Bernabéu, una marea txuri urdin que venía de ver meterle cuatro al Madrid en semifinales. Aunque de los que estábamos allí, yo era uno de los pocos que de verdad lo vió. También estuve allí. No podíamos perder. Ellos hacían un fútbol rácano, de triste equipo que días después se decompuso en el "Motín del Hesperia". Era imposible perder.
Con esa seguridad, junto a mi amigo Alberto, tomé el tren regional (llamado "la Unidad") desde el corazón de La Mancha, dispuesto a que por fín la razón estuviese de mi parte. Que las cosas fuesen como debían ser. Por una vez. Orgulloso entregué mi billete al revisor, sin complejo de ser visto por mis paisanos con mi bandera blanquiazul, y mi gorrita con la ikurriña.
Pero nunca me ha ido bien cuando he dejado la contracorriente. Cuando al poco de comenzar la segunda parte disparó Lineker, Arconada despejó en un giro sorprendente. Tuve una décima de segundo para asombrarme y creer en lo increíble, hasta que Alexanco empujó el balón a nuestra portería. Ahí terminó todo. No ganaría nada esa noche. O casi.

Rodeado por aficionados de mi equipo, pasamos los últimos treinta minutos creyendo pero asumiendo. Unos minutos tras el gol, mi compañero de asiento, un grueso señor bigotudo, se giró y me preguntó algo en euskera. No lo entiendí así que doblemente resignado me dijo: "¿Y tú desde donde vienes?". Eran tiempos de poca globalización. Él debía pensar que de Álava como muy lejos. Y yo respondí: "De Alcázar de San Juan, provincia de Ciudad Real". Me miró como a un marciano y pronunció esa palabras que aún resuenan en mi cabeza: "Hostia, no sabía que hasta allí hubiera gente de la Real".

Así que algo gané ese día. La convicción de que hay territorios vitales irrenunciables. De que, contra viento y marea, debemos ser fieles a nosotros mismos. Esa victoria, la del reconocimiento de aquel tipo, no la podrían jamás empañar ni Lineker, ni Schuster, ni Alexanco. Vuelvo al ordenador con una sonrisa, pensando en que aunque se dice que hay "marcadores injustos", lo que de verdad importa es el resultado final. Pero el final de verdad. Y veintidós años más tarde seremos más mayores, es cierto, pero seguimos en la brecha, creyendo en lo increíble.


El transistor




Antes de jugador, fui aficionado. Mi relación con el fútbol comenzó en la sombría sala de estar de mi abuelo Secundino. Sentado a la mesa camilla, esperaba el comienzo del "Carrusel deportivo" mientras escribía en un papel los partidos del día con su caligrafía afilada. Iba anotando los resultados y al lado la evolución de quiniela. Así pasaba las tardes, echándose al pecho un "Ideales" tras otro. Así lo recuerdo yo. Puede parecer poco gratificante para un crío de 9 años, pero ese rincón de privacidad era un auténtico cofre del tesoro para mí.

Los anuncios eran cantos a la ensoñación, cortos himnos de un marketing primigenio llenos de adjetivos inapropiados - "Castellana es ... superior"-. Productos incomprensibles -boquillas Targar, Radiola alta fidelidad-, frases poéticas y alcohólicas -se bebe la vida, se bebe Alvear...-. La radio era una ventanita al extraño mundo de los adultos, que bajo el humo del tabaco negro, me parecía repleto de insatisfacciones por cubrir con voces sugerentes susurrando un Ponche Caballero.

Adoraba los nombres de los equipos de Segunda B (Endesa Andorra -que era de Teruel-, Calvo Sotelo, Díter Zafra, Pegaso, Ensidesa) entre lo épico y lo exótico. Los nombres de los árbitros con sus dos apellidos, que ni los jueces de verdad tenían esa distinción. Qué contento estaba Joaquín Prat, qué sensación de que "eso" era pasarlo bien, y había que pasarlo, y cuántas cosas sucedían, cuántos goles, cuántas expulsiones, cuánta vida dentro de la radio.
Me mandaban a jugar muchas veces, pero otras tantas volvía al calor del brasero eléctrico para ver caer el sol por la ventana mientras pegaba la oreja a ese transistor Philips, sujeto con cinta de precinto porque se deshacía de puro viejo. Yo agradezco mucho a mi abuelo aquellos ratos surrealistas.

A los diez años, los Reyes Magos se debieron extrañar mucho cuando les pedí un transistor. Mi padre me llevó a una tienda de decomisos, nombre insólito como de estraperlo o de espías soviéticos. Recuerdo que en el paseo hasta allí me estuvo explicando lo que eran decomisos, imagino que para dar más emoción a la experiencia, y yo en mi ansiedad pensando en mi regalo atrapado en una lejana aduana de Asia. Elegí una pequeña radio roja con ribetes blancos. Esa radio me acompañó mucho tiempo, me acostaba con ella escondida escuchando programas nocturnos hasta que caía rendido.

El año siguiente, cuando íbamos menos a casa del abuelo porque estaba regular de salud, descubrí el placer de escuchar el "Carrusel" a solas, comiendo pipas, y viendo el partido del equipo local, el Gimnástico de Alcázar, en el Campo de fútbol municipal. Otro extraño hábito infantil para el domingo por la tarde: alguien me dijo que los niños no pagaban en el fútbol, medida pensada en principio para menores acompañados. Pero yo iba solo, con mi radio pegada al oído. Sólo me faltaba un coñac. Una de esas tardes de placer adulto, escuché a la Real Sociedad perder aquella liga, para más tarde ganarla con estrépito y decidí hacerme txuri urdin sin saber muy bien dónde estaba en el mapa San Sebastián. Porque las hazañas de Arconada no necesitaron, en el comienzo de los tiempos, de una pantalla donde verle actuar. Quedan en mi memoria las exageradas alabanzas radiofónicas, las gestas evocadoras de aquel hombre que volaba, y que modernizando el oficio de guardameta, tuvo que sentirse tan incomprendido como yo. Así lo reflejaban algunos artículos que todavía conservo. Pero Arconada se hizo el ejemplo a seguir, aquel por el que las sirenas de la ruta hacia Ítaca cantaban la canción del Soberano al portero menos goleado de primera división "...es cosa de hombres"

El día que murió mi abuelo, pocos años después, yo ya era un poco hombre y un poco Arconada y jugaba como futbolista juvenil en ese mismo campo municipal. Y esa tarde, había partido. En la épica carruselera que con él aprendí, la de los gestos que reflejan personalidades, la de la teatral grandilocuencia de las actitudes y los nombres, yo veía natural jugar. Arconada hubiera jugado, pensaba.

Fue el único día que mis padres no me dejaron acercarme al campo solo. Me fui a dar un paseo, con mi destartalado transistor rojo cantando nuevos goles, y pensando en que al abuelo Secundino, desde donde quiera que estuviese, le haría gracia que en al menos un estadio de España, aunque nunca saliera en sus tardes de radio, se guardase un minuto de silencio por él, como me dijeron que pasó.