Una elección vital


Ir contracorriente es un modo de vida. Se va forjando lentamente, como el muro al que golpean las olas y del que, incluso tras dos siglos, nadie duda de su aguante eterno. Un día, a los once años, te debes defender de ataques verbales en un pretil, amigos del partidillo que señalan a tu ídolo como mal portero porque no bloca el balón, sino que lo despeja a los pies del rival. Ese día comprendes que estás en el otro lado, precisamente el menos confortable. Y a fuerza de creer, lo asumes.
Pero cumplidos mis 20, hubo una noche en que iba con el viento de cola, una noche en la que todo estaba a favor. Hoy revivo frente al ordenador las imágenes de aquella final de Copa del Rey de hace veintidós años y un día. Yo estaba allí. Mientras veo la increíble estirada de Arconada despejando un remate de Alexanco, reparo en el reflejo de mi rostro en la pantalla. Qué viejo soy. Que arrugas más extrañas parten de mis ojos algo hundidos. Narra José Angel de la Casa, qué fervor le tenía él también. Y escucho ... ¿yo? ¿Soy el mismo que se situó en la tribuna de preferencia con total convicción de victoria? Aparto mi vista del ordenador, ya todo está perdido, la última media hora de partido no sirvió de nada. Me asomo a la ventana de la cocina y miro en mi alma, pensando si tanto hemos cambiado.

Arconada estaba, para mí, en su mejor momento. Su tren inferior eran verdaderos muelles. Su carácter e influencia sobre el grupo eran tremendas y eso que el grupo era extraordinario, la última gran Real Sociedad, la que ganó la Copa el año anterior, la que había ganado las Ligas. Nunca se vio un portero en España con semejante potencia, reflejos, y actitud. Enfrente, yo percibía a Zubizarreta como una caricatura. Exitosa, eso sí.

No podíamos perder. Eramos diez veces más en el Bernabéu, una marea txuri urdin que venía de ver meterle cuatro al Madrid en semifinales. Aunque de los que estábamos allí, yo era uno de los pocos que de verdad lo vió. También estuve allí. No podíamos perder. Ellos hacían un fútbol rácano, de triste equipo que días después se decompuso en el "Motín del Hesperia". Era imposible perder.
Con esa seguridad, junto a mi amigo Alberto, tomé el tren regional (llamado "la Unidad") desde el corazón de La Mancha, dispuesto a que por fín la razón estuviese de mi parte. Que las cosas fuesen como debían ser. Por una vez. Orgulloso entregué mi billete al revisor, sin complejo de ser visto por mis paisanos con mi bandera blanquiazul, y mi gorrita con la ikurriña.
Pero nunca me ha ido bien cuando he dejado la contracorriente. Cuando al poco de comenzar la segunda parte disparó Lineker, Arconada despejó en un giro sorprendente. Tuve una décima de segundo para asombrarme y creer en lo increíble, hasta que Alexanco empujó el balón a nuestra portería. Ahí terminó todo. No ganaría nada esa noche. O casi.

Rodeado por aficionados de mi equipo, pasamos los últimos treinta minutos creyendo pero asumiendo. Unos minutos tras el gol, mi compañero de asiento, un grueso señor bigotudo, se giró y me preguntó algo en euskera. No lo entiendí así que doblemente resignado me dijo: "¿Y tú desde donde vienes?". Eran tiempos de poca globalización. Él debía pensar que de Álava como muy lejos. Y yo respondí: "De Alcázar de San Juan, provincia de Ciudad Real". Me miró como a un marciano y pronunció esa palabras que aún resuenan en mi cabeza: "Hostia, no sabía que hasta allí hubiera gente de la Real".

Así que algo gané ese día. La convicción de que hay territorios vitales irrenunciables. De que, contra viento y marea, debemos ser fieles a nosotros mismos. Esa victoria, la del reconocimiento de aquel tipo, no la podrían jamás empañar ni Lineker, ni Schuster, ni Alexanco. Vuelvo al ordenador con una sonrisa, pensando en que aunque se dice que hay "marcadores injustos", lo que de verdad importa es el resultado final. Pero el final de verdad. Y veintidós años más tarde seremos más mayores, es cierto, pero seguimos en la brecha, creyendo en lo increíble.