Detalles


Para sacar de puerta, traía el balón desde detrás de la portería recogido en su brazo derecho, como quien lleva una frágil herramienta de trabajo que va a poner a funcionar. Cuando detenía el esférico, con más o menos mérito, ya estaba dando la orden al defensa para aplicarse más en la siguiente acción del juego, señalando con el dedo ese espacio que debió ser mejor cubierto o esa falta de atención sancionable. Caía y rebotaba contra el suelo, como un cuerpo de goma, resiliencia pura, volviendo a su forma original en centésimas de segundo, bella la caída pero fugaz, con los pies de nuevo en el suelo sin que mis ojos lo hubieran percibido. Casi flotaba en el aire, esperaba el ataque contrario con mínimos saltos como si permaneciese en el vacío y la reacción preexistiera a la acción. Añadía en los penaltis su espalda en ángulo recto, manos en el regazo, dando a entender que instantes antes del disparo, él ya estaría volando hacía el lado del éxito.
Gritaba enérgico con la seguridad de quien sabe lo que hace, porque cada gol encajado era pasado e irrepetible y nunca le vi cometer el mismo error dos veces. Minutos después de recibirlos ya eran goles de otros, goles que sucederían a los demás, en otros arcos. Quedaba por tanto escrito el infortunio ajeno. Y cuando, antes de chutar el balón, golpeaba con la puntera de sus botas el césped -en ese gesto tan suyo-, era como si grabase en la tierra los hechos para pasar a un presente libre de complejos.
Bajo las medias portaba dos espinilleras como tejas de un tejado de barro incorruptible. Inalterables pero ligeras, porque cada pierna era un tótem poblado de muelles, un impulso a punto de nacer, un despegue -sin cuenta atrás- del proyectil que se llevaba todo por delante a su paso, en el camino hacia planetas de cuero cosido.
Cualquier gesto era un derroche de plasticidad, cualquier acción podía ser la más bella de siempre, aquella pelota que iba fuera pero era seguida por todo su cuerpo levitando a la altura del larguero, los brazos estirados, las piernas como una tijera cortando el aire y dejándome sin aliento, los ojos siguiendo trayectorias que eran incógnitas a punto de resolverse. Un simple e indigno disparo a puerta daba valor a todo un partido, sin importar el resultado final. Sensibilidad a flor de piel, como la que provoca un baile hermoso, sacando de la nada movimientos eternos para la retina de un chaval.Yo también tapaba la marca de mis tristes y usados guantes de tercera con esparadrapo. Yo también busqué como un tesoro esas marcas raras que llevaba, esas botas Pony, esas camisetas naranjas Rasán, Dios se viste como quiere y como quería Dios me vestía. Yo también llevé preciosas camisetas Adidas con pantalones azules brillantes de mercadillo que cambiaba en las derrotas. Yo quise ser un digno acólito, príncipe del Señor que iluminaba mis sueños de juventud. No quise imitar, quise ser. Hasta que vino el tiempo a decirme que nada es eterno salvo los recuerdos, y desde entonces ando buscando otras ilusiones por las esquinas, ilusiones que estén a la altura de aquellas. Algunas hay, y eso que, con trece años, supe poner un alto criterio de exigencia en mis deseos.