Todo lo que no me callé


Ser admirador de Arconada suponía llevar el peso del orgullo a tus espaldas. Digamos por ejemplo que ser admirador de Iker Casillas o de Rafa Nadal es más fácil (todo es más fácil hoy). Se trataba de alguien consecuente: las cosas eran como eran y no se callaba. Cometía errores, como todos, pero cuando muy serio explicaba que eran lances del juego, era como cuando rechazaba las ofertas para salir de Donostia, y había una sola opción: callarse y escuchar. Era un ídolo muy coherente, de una pieza. Esto facilita la vida al admirador, la verdad. Y da pistas.
Yo crecí con la certeza de que en la vida había que tener las mínimas estridencias, y en todo caso, de puertas para adentro. Pero que las cosas se llaman por su nombre, y hasta el final.
También, en la infancia, aprendí gracias a él que eso no es gratis, y que suele tener consecuencias, porque decir lo que uno cree pasa factura. A eso me refiero con el valor añadido de ser seguidor de Arconada: antes de la mayoría de edad había una serie de lecciones éticas que ya había entendido. Creía entender que él ya había dicho a las personas de la Federación española lo que pensaba (de las primas, de la Martona...). Y al seleccionador Muñoz. Y a más gente. Pero yo era pequeño para comprenderlo todo y además las informaciones que llegaban a Madrid estaban llenas de sobreentendidos.
En 1987, matándome a entrenar, yo alternaba titularidad y suplencia en el Mora C.F., equipo de un pueblo de Toledo que produce mucha aceituna en el invierno, tanta que los domingos de diciembre no venía nadie al campo. Poco después, en el mes de abril, ya era matemático: no subiríamos a Tercera, a pesar del excelente equipo que conformábamos, con tipos como Gorka, Cachito, Sanz, Palafox, que de verdad, eran muy buenos. Lo malo es que cobrábamos acorde a la calidad. Y la directiva decidió ahorrarse los sueldos hasta fin de la campaña. Así que cuando llegué al campo, Paquito, el entrenador más canijo que he tenido, me dijo que ninguno de esos iba a jugar. Que por mi no había problema: cobraría lo que se me debía, pero como ya daba igual, al Presidente le hacía ilusión que su sobrino, el del juvenil, jugase de portero. Yo me iba al banquillo.
Ya estábamos en una situación donde llamar a las cosas por su nombre. Con diecinueve años, la primera de verdad. Pensé en Arconada: si seguía mis principios, me quedaba sin cobrar doscientas mil pesetas (de entonces). Si me iba al banquillo a ver el partido asumía la deshonra a cambio de un dinero ganado con tremendo esfuerzo.
A Paquito lo mandé a la mierda en el túnel de vestuarios. Y eso que lo conocía de tiempo. Y al Presidente, un empresario marmolista de la zona -hacía lápidas-, le dije lo que opinaba de sus fúnebres métodos (sería la costumbre). Me costó mucho. No era ni soy tan valiente como para no importarme plantarme ante un señor que me triplicaba la edad y decir aquello. Pero era lo que había que hacer.
Mi padre estaba en la grada, ajeno a todo esto. Le busqué, montamos en el Supermirafiori blanco y mientras volvíamos a casa, silenció mis sollozos confirmándome que es verdad: que llevar la frente alta cuesta mucho, pero no tiene precio.