Rectificar es de sabios


La playa de Mil Palmeras, en el Pilar de la Horadada, es un sitio estupendo para charlar plácidamente con Eloy. Su madre se había hecho, con los años, amiga de mi suegra, y yo estaba encantado de tener un vecino de bungalow, internacional absoluto, con quien compartir recuerdos balompédicos. Confieso que era uno de los alicientes del verano.
Recuerdo que los mundiales de fútbol caían siempre en veranos cruciales. El de España 82 me tocó al terminar la EGB, y ya era un cambio enorme. En el de Méjico 86, salía del Instituto y mi vida de estudiante universitario que vive independiente estaba a punto de comenzar. Le cuento a Eloy que veía los partidos en el patio de mi casa manchega, casi al aire libre, en todo caso al fresco que ofrecen las casas solariegas hechas de arcilla y cal. Mi padre, en pantalón corto y sin camiseta, se relajaba en una tumbona. Yo me relajaba menos. Esos momentos eran como el final de una época para mí, los disfrutaba sabiendo que en Septiembre me iría a Madrid, y sería para siempre.
Mirando a nuestros hijos jugar, le recuerdo a Eloy que tras el partidazo contra Dinamarca, con los cuatro goles de Butragueño a Hoëgh (nunca olvidaré a ese portero, de suplente tenía a Schmeichel, quien ya nunca más fue suplente), las expectativas eran muy altas. Teníamos que superar a Bélgica para pasar a semifinales del Mundial por primera vez, y casi con seguridad jugar contra la Argentina de Maradona en su mejor version conocida, la de los dos goles ignominiosos a Inglaterra.

Al caer la tarde, le contaba, cogimos nuestros puestos para disfrutar de aquel choque histórico. Mi amigo Tomás se vino a casa a compartir sufrimiento. Porque eso no fue un partido. Hasta el minuto 85 no empató Señor, y llevábamos cincuenta minutos intentando remontar. Eloy me confiesa que ni ellos pensaban ya que ese gol llegaría, pero llegó. Y hubo prórroga. Y llegamos a los penalties. El fresco patio manchego era oscuridad pintada de catódica luz azul y silencios temerosos.
Yo sé que Eloy odia recordar aquel lance, porque falló él. Y sólo él. Hasta Chendo lo metió. Seguramente fue el peor momento de su carrera deportiva. Menos mal.
Menos mal que rectificar es de sabios. En mayo de 1985, tras esa derrota en Wrexham (Gales, 3-0), Miguel Muñoz decidió sacar a Arconada del equipo. Nunca lo entendí. Maceda dijo que, en el primer gol, le había pedido el balón, pero no me lo creo. Cuando Arconada pedía un balón, Arconada iba a por el balón y no se ponía delante ni Dios. Pero fue gol, y Muñoz lo quitó. Lo que ocurre es que la comparación con Zubizarreta no se sostenía por ningún lado. Poco antes de sacar la lista de selecionados para Méjico, la presión de la prensa era muy alta para volver a contar con Arconada en la portería. Y al final, sorpresa para todos menos para mí, Arconada fue a Méjico. Y, sorpresa para nadie, si él iba a Méjico, él jugaba de titular.
Menos mal. Eloy sabía que todo parecía perdido tras su fallo. Sólo quedaba el milagro. Y allí se plantó mi ídolo, con su particular versión de la soledad del portero ante el penalty, la espalda en ángulo recto con las piernas, sus pequeños saltitos sobre la raya, ahora un pie, ahora otro. Las manos en el regazo. Concentrado como nunca vi a otro guardameta. A vengar el 82, y el 84. Tiró Van der Elst a colocar, a media altura, Arconada se lanzó a su derecha y con la mano cambiada mandó el balón fuera del área. Eloy resopla aliviado veintidós años después, como queriendo alejar las olas. Calderé metió el siguiente y el Ceulemans mandó el suyo al rojo graderío de Puebla. Ya estábamos en semifinales, por fín. Abrazos y alegría, los coches pitando por las calles del pueblo, mi madre asustada que bajaba a ver qué sucede, la locura, sucede la locura.
Me acosté poco después, demasiado excitado por los acontecimientos. Me dormí pensando en que quizá no iba a ser tan malo salir de casa, comenzar la universidad, tomar las riendas de mi vida adulta. Y soñé, le digo a Eloy, que a veces nada es tan grave como parece, que los errores son humanos. Que lo importante es saber rectificar a tiempo. Para cambiar de portero o para desviar un disparo a mano cambiada, todo tiene solución, ¿verdad?.
Eloy no me responde. Al contrario, se levanta de su tumbona playera, sin decir nada. Se aleja hacia el mar moviendo la cabeza, los ojos en la arena . Se rasca el pelo, se queda allí parado mirando el horizonte de las playas de Orihuela, queriendo creer lo increíble, queriendo irse, porqué no, a dormir él también para soñar con rectificaciones, a ver si se despierta y ve que nunca pasó lo que en verdad pasó.


La no ambición


En realidad, los admiradores manchegos de Arconada hubiéramos visto con buenos ojos su fichaje por el Barça o el Madrid. Yo siempre he sido muy txuri urdin, pero desde Madrid era muy difícil estar informado (y aún así, con los años, conseguí acaparar bastante material gráfico). Cómo sería la cosa que, a fines de los 80, a Avelino, otro ciudadrealeño compañero de universidad que decía que era "batasuno" (el pobre), le robaba el "Egin" para tratar de conseguir fotos o reportajes de la Real y su portero.

Pero el caso es que Arconada nunca salió del equipo de su ciudad. Debía tener sus razones, el hombre. Motivos ignotos que yo defendía sin preguntar, aunque por dentro debo decir que su no ambición me resultaba un poco injusta, desde la perspectiva incomprensible de tantos kilómetros al sur.

Cuando acabé mi período juvenil, coincidiendo con mi desplazamiento a Madrid por los estudios, se interesó por mí el Club Atlético de Pinto. Comencé a entrenar con ellos, viajando en el tren regional ("la Unidad", le decían) desde Alcázar de San Juan, todo el verano. A las 12 de la noche tomaba el expreso de Algeciras para volver a casa. Tres horas de viaje para dos horas de entreno. Pero era mi pasión y me dejaban practicarla. Sólo quería jugar.

No recuerdo en qué momento preciso de 1986 alguien me hizo creer que yo podría llegar a ser buen futbolista y por tanto, debía tener ambición. Y creí.
Un día me encontré por el pueblo con un antiguo entrenador, que me dijo que en Pinto perdía el tiempo. Que Mauri, secretario técnico del Atlético de Madrid y a la sazón del Tomelloso en 2ªB, estaba interesado en "tenerme controlado", pero que debía fichar, a pocos días del comienzo de temporada, por el Club Deportivo Griñón. Hablé con él y era verdad; nada menos que Mauri quería "tenerme controlado" en aquel pueblo que tenía nombre de Marqués.

Y dejé Pinto para hacerme rico y famoso. Ya me veía en 2ªB. Entrené una semana, pero dos días antes de disputar el primer partido de la temporada de Preferente, el entrenador colocó a un bigotudo portero amigo suyo procedente del C.D. Tarancón, y me dejó fuera del equipo.
Mauri no se puso al teléfono cuando le llamé desde casa, con mi padre atento detrás. Y le llamé mucho.

Mi primer año después de juveniles lo pasé en blanco, rumiando cada día mi venganza contra esos miserables, lamentado mi ambición inútil. Esa experiencia me marcó mucho: después nunca he dejado de valorar la mesura en las expectativas, aunque otras muchas veces me han hecho creer cosas que nunca fueron. Hace poco tuve un jefe que me quería como a un hijo y que me iba a dar el mando de su empresa. Al año, me echó a la calle. Pero yo ya estaba avisado, ya sabía que las promesas sólo sirven para alimentar la vanidad, y que la felicidad no está ahí, sino en el reconocimiento y el cariño de quienes te aprecian. Esos que, cuando pasa la fama y se va el poder, aún siendo pocos, siguen estando presentes. Devolviéndote con creces la fidelidad que un día les juraste.

Por eso cuando Arconada se pasea por su ciudad, la de siempre, va con la cabeza bien alta. Yo lo he visto.


Maneras de sufrir

Al llegar al vestuario, acabado el partido, "Palita", nuestro organizador y estrella del equipo rompió el silencio con esas tres palabras que tanto tiempo sonaron en mi cabeza: "... es que así...".
En ese momento, traté de no ofenderme: en 1982 aprendí que en el fútbol se puede perder; en 1984 aprendí lo cruel que puede ser este deporte con el portero. Y de eso habían pasado ya más de tres años.
Los aciertos del portero refrendan los del equipo. Los errores lo hunden. Quien no lo entienda, que se haga extremo izquierda. Es el precio de asumir esa responsabilidad, de saberse depositario de 10 confianzas sobre el terreno de juego. Es bonito, pero puede ser muy duro, a veces. En el 84 yo recuerdo estar delante de la tele, llorando junto a un padre que no encontraba consuelo para mí. Nunca suelo hacer referencia a aquello, no me gusta. No tengo ni la famosa foto y detesto que en las "enciclopedias" de fútbol las referencias a Arconada se hagan casi en exclusiva a esa final.

Volvamos a 1987: lo cierto es que casi todos tenían ya ganas de verme jugar. Había fichado por ese equipo de Regional Preferente pero me estaba costando mucho ganarme el puesto, aunque afición, compañeros y directiva sabían que era un suplente de lujo. Un día, jugando contra el Santa Bárbara, en Toledo, al titular (que era de allí, por cierto) un señor mayor le llamó "hijoputa" todo el partido hasta el minuto veinticinco de la segunda parte. Sin parar. Hasta que el pobre compañero saltó la valla y le dió una mano de hostias al provecto aficionado. Nunca me gané el puesto de una forma tan rara, porque le metieron 7 partidos de sanción.
Pasé todas las vacaciones entrenando. Iba a debutar en el partido más importante de la temporada, en casa, contra el vecino pueblo de Los Yébenes, que iba primero, que podía hacer casi imposible el ascenso si perdíamos, y que había fichado a un tal García que había jugado en Primera División (muchos) años atrás.
García ya estaba gordo, pero se le veía clase de futbolista de verdad. Los que han sido buenos hasta protestan al árbitro de otro modo. Técnico, corría poco pero repartía bien el juego. Y disparaba fuerte. En eso debía yo estar pensando cuando, en la segunda parte, chutó un zambombazo desde muy lejos. Erguido, coloqué mis manos sobre mi cabeza para agarrar ese balón con elegancia. Pero me dobló los dedos, aún no sé cómo. Me tiré hacia atrás y lo saqué, pero al árbitro dio gol.
Mis compañeros salieron disparados a protestar, como locos: "¡No entró, no entró!". Yo no. Yo sabía que el desastre estaba buscándome y me había encontrado. De inmediato pensé en el 84. Asumí y desde el primer minuto supe que me pasaría asumiendo bastante tiempo. Perdimos, claro, y no subimos.

"Palita" no era ningún desgraciado por decir aquello a la entrada del vestuario, aún lo oigo mover su bigotito fino: "... es que así...". Lo que él quería decir es que estaba dolido. Y quería que yo lo supiera. Pero era un ignorante. Porque el portero que se equivoca pena doblemente, por él mismo y por los demás. Lo aprendí hace ahora 25 años, donde sufrí por no ser campeón pero tanto o más por el dolor de mi ídolo, imaginando cómo se sentiría.
Así que, "Palita", yo ya lo lamentaba por mí y por tí. Y por los compañeros que quedaron a las puertas del éxito. Y por los aficionados, aquellos que están llorando en su casa, con un padre que les coge por el hombro y trata de encontrar palabras para negar lo obvio, convencerles de que no es importante aquello que tanto lo es.

El Tigre -del Igueldo-


Algunos años después te encontré por la calle. Estabas en plena paranoia, como nunca te había visto. Apenas te entendía. Me quedé muy sorprendido cuando dijiste que veías en mí a un tigre, y que todavía hoy, en tus sueños desgobernados, aparecía el tigre escondido en las esquinas.

Entrenábamos en ese campo de tierra que desgarraba la piel de mis muslos en las paradas. Cada noche llegaba a mi casa con una nueva marca, el precio en escozor de mi lucha para ser como Arconada, para volar como él, aunque en La Mancha, el césped lo habíamos visto solo por televisión. Recuerdo el primer día que te ví, impresionada y frágil, tras la portería. En realidad, recuerdo haberte visto muchos días. Me gustaba de ti el final de tu sonrisa de labios finos. El pelo corto, la piel blanca. La mirada cínica y los gestos que rellenaban tus pensamientos, dándoles expresión.

Yo me esforzaba cada noche bajo los palos para seguir cautivándote. Herida tras herida, sangrando cada noche. Y de vuelta a casa, tú jugabas al ni contigo ni sin ti. Tanto, que ya ni me acuerdo si llegué a besarte. Solo me han quedado en la memoria los largos paseos, y las charlas profundas a la luz de las farolas de invierno. Yo quería ser Arconada y ganarme tu amor. Tú querías otra cosa que yo no admitía: la fiera en que me transformaba los martes y jueves por la noche -por tí y por mi ídolo-, pero no al chico sensible que quería regalarte cariño.

Ahora que lo pienso, creo que no, que jamás besé esa boca. Tampoco pasé de la Tercera División. Con quince años se suele confundir la dimensión de los retos. La vida después suele dar mucho más. Personalmente, tanta entrega en los entrenamientos me ganó una fama de loco entre los compañeros del equipo. Siempre se dijo que los buenos porteros lo son, así que asumía aquello como un honor. Tardé muchos años en darme cuenta, pero al final, en el desgarro más doloroso de todos, me di cuenta de que el loco no era yo.

LA ULTIMA VEZ, LA SEGUNDA


La última vez, la segunda, que me encontré con Arconada estábamos esperando un vuelo para Madrid en el aeropuerto de Hondarribia. Cuando me mudé a vivir a Donosti, pensaba que sería algo habitual en una ciudad pequeña. Ví a mucha gente conocida. A algunos antiguos ídolos de la Real Sociedad, incluso varias veces. Pero a él, jamás. Cuando perdí la esperanza, dejé el barrio de Antiguo donde pensaba que él vivía -por una postal de Karhu, una marca de chubasqueros para la que él hacía publicidad, creí localizar hasta su edificio- y me fui a Lasarte, a algunos kilómetros de allí. Después de ese cambió, apareció en mi trabajo. Eso ya lo conté en otro capítulo, fue la primera vez. La otra.

Yo ya no trabajaba en San Sebastián. Seguía lejos de casa, en Oviedo, en otra empresa mejor pero igual de desencantado con mi vida. Cada fin de semana iba a ver a mi familia, pero cinco días seguidos los pasaba fuera, durmiendo sin un abrazo de despedida, sin una mirada de apoyo o de reconocimiento o de comprensión o de ira, daba igual. Sin hijos que educar y sin amor para engendrarlos. Llevaba de esta guisa más de tres años, y eso se había convertido en mi obsesión. Sólo pensaba en cambiar. Sólo hablaba de mi esfuerzo por un proyecto profesional nuevo y apasionante, pero junto a los míos. Planear mi vida, la que debía ser, se había convertido en un escenario mental sobre el que se desarrollaba todo lo demás: mis comidas, mis relaciones con los compañeros, mis despertares. Todo.

Me había traído hasta ese aeropuerto la revisión de los trabajos para la apertura de un centro comercial: la noche había sido más larga de lo previsto y a mí aún me quedaba un viaje a Madrid donde trasbordar a Asturias. Era ese tipo de situaciones donde prefieres no pensar, no mirar y no oir. Tan sólo ver pasar los minutos, tomar ese vuelo, salir, tomar el otro, llegar adónde nadie me esperaba y continuar mi camino hasta el siguiente viernes.

El aeropuerto de Hondarribia era muy pequeño. No había sala de espera, de modo que los viajeros aguardábamos sentados en unas de esas sillas como de hospital, que van pegadas de cuatro en cuatro. Había ocho sillas a un lado del pasillo y otras ocho enfrente. Sonó el altavoz y anunció el retraso del vuelo a Madrid. Más problemas, pensé. Levanté mi cabeza para ver rostros de solidaridad entre los demás pasajeros y el rostro que encontré era el de Arconada.

Su expresión de disgusto por la noticia del retraso era lo que esperaba encontrar, pero no en esas facciones que conocía tan de memoria. Me miró haciendo un gesto de enfado ante la adversidad, exactamente lo que la circunstancia requería. Asentí con una mueca. Evidentemente no me conoció, hacía ya casi dos años desde nuestra breve conversación. Bajó su mirada y miró al suelo, cruzando las manos. Esas manos.
Tuve tiempo de observarlo bien. Miraba esas manos enormes que tantos balones increíbles habían despejado y ahora servían para crisparse al esperar un avión más de lo debido. Su traje azul marino, su camisa azul celeste con corbata, que mantenían la discreción, pero ahora en otros hábitos que no eran los que amé. Recuerdo sus zapatos, unos mocasines estilo castellano que ocultaban los finos calcetines negros tipo ejecutivo, y pensé cómo esos empeines golpeaban la pelota con furia, en otros tiempos. Tenía la misma sonrisa de buena persona, la misma mandíbula que quise para mí, la misma mirada firme llena de carácter. Pero era otro hombre viviendo otra vida con muy diferentes emociones.

Durante más de media hora dudé en presentarme ante él. Dadas las circunstancias, era muy probable que no encontrase más a esa persona que inspiró parte de mi infancia y toda mi juventud. Estábamos casi solos, sin nada que hacer y con tiempo por delante. Si se tratase de cualquier otro desconocido, seguramente hubiera entablado conversación, es lo que se suele hacer. Por segunda vez, hubiese querido decirle todo lo que rumié durante años, o al menos pedirle que me dijera dónde hacerle llegar mi álbum de recuerdos, que seguro apreciaría.

Pasaron lentamente los minutos, dejándome llevar por esos pensamientos. Y terminé por descubrir que ni ese tipo era ya Arconada, ni yo mismo me reconocía en el reflejo del cristal del autobús que, anónimamente, nos llevaba hasta un avión con destino a ninguna parte.

Antes de los psicólogos

Antes, mucho antes de que en los equipos de fútbol hubiera psicólogos, las personas se buscaban las castañas del management allí donde podían. En la prehistoria de la Inteligencia Emocional, los entrenadores se esforzaban en trabajar el ánimo de sus jugadores como podían. Algunos eran muy buenos, otros lo serían con el tiempo, y por fin, los demás, aplicaban una muy particular versión del sentido común.

Paradojas de la vida, veinte años después, mi trabajo consiste en enseñar a jóvenes universitarios esos principios de motivación en las organizaciones y grupos. Para ello, no he olvidado a mis modelos, como debe ser. El fútbol era y es una escuela de vida extraordinaria y yo tuve la suerte de estar matriculado.

Una de los entrenadores que más confiaba en mi era Matías. Él me puso de titular en juveniles cuando partía como tercer portero. Él me llamó al primer equipo cuando nadie lo esperaba. Matías quería contar conmigo. Pero intuía que apreciaba más a la persona que al guardameta: su trato era el de esas personas que te ven diferente a los otros, que te ponen de ejemplo en aspectos de actitud -es decir, delante de todos decía "mirad cómo se deja la piel en los entrenamientos", o "siempre puntual, como debe ser", o "a ver si te haces amigo de mi hija"-, pero jamás dijo "qué seguridad en los córner tenemos contigo". En fin, tampoco me iba a poner exquisito, bastante tenía con jugar.

Una tarde, después de un partido, nos mandó callar: Matías nos comunicó, todo ceremonioso, que acababa de ser nombrado seleccionador de juveniles de la provincia de Ciudad Real. Ahí es nada. Se hizo el silencio en el vestuario. Me imaginé lo que debió sentir Arconada cuando Kubala le llamó a la Selección por primera vez , y en ese trance, el míster anunció: "Monty, Leal, May y Ramón, venís a Tomelloso para el primer partido".
No lo podía creer: yo, seleccionado. Matías me estaba haciendo "internacional". Definitivamente, este hombre contaba conmigo, ya no había dudas. ¿Cómo podía haber sido tan ingrato al desconfiar de él? ¿Por qué andamos rebuscando en los detalles cuando al final, en el acto supremo, las cosas vuelven a su cauce?
Estuve soñando, en una especie de limbo de autorreproches, durante cinco segundos. El tiempo que tardó el flamante seleccionador en dirigirse a mí delante de todos y puntualizar: "A tí te llevo porque no hay otro portero, conste".

Miraritsu ikurriña


Manolo iba cada día a la viña para trabajarla. Tenía unos cincuenta años, una Mobylette "Gran turismo" con unas alforjas negras en el asiento trasero, y la cara del que lleva muchos inviernos podando sarmientos. Cuando volvía al pueblo, Manolo se vestía con un austero chándal en polyester azul marino, cogía la moto y se iba al campo de fútbol. Allí todos le conocían como Wilson y lo cierto es que todavía no sé si era un apodo o no. Lo cual, pensándolo bien, dice mucho del personaje.
Wilson era el entrenador del equipo de chavales de catorce años del pueblo, los "prejuveniles".

A su manera, era una persona muy rigurosa. Hombre de pocas bromas, su caracter adusto ponía los límites justos a lo que se supone en un grupo de críos de esa edad. Tenía esa musical forma de vocear que sólo los campesinos manchegos dominan: de una larga frase, sólo se entiende la primara palabra (por lo general, "chico") y la última (por lo general, "hostia"). Lo demás quedaba a la imaginación del interpelado, aunque uno ya sabía que más valía dejarse de tonterías.

Fue el primer entrenador serio que tuve y el primero que confió en mí. Creo que nos teníamos un mutuo respeto: él me voceaba poco, lo justo, y yo a cambio me dejaba la piel (del culo, mayoritariamente) en los entrenamientos. Un pacto de caballeros entre un agricultor dialéctico y un metafísico estudiante de 2º de BUP.

Un día, el pequeño Arconada de La Mancha tuvo la ocurrencia de llevar la ikurriña en su camiseta, como su ídolo. Pero ni era capitán para llevar un brazalete, ni mi camiseta amarilla se prestaba a mucha fantasía; tanto era así, que en el escudo ponía "GINNASTICO DE ALCAZAR", un hecho que dejaba bien claro que el fondo primaba sobre las formas en aquel equipo, por si acaso el míster no lo evidenciaba cada día. Así que frivolidades las justas bajo el sol mesetario y sobre sus campos de dura tierra.

Pero la ikurriña era un símbolo taumatúrgico, o al menos yo así lo creía. Sobre todo, porque yo era vasco. Sí señor, el más vasco de mi colegio y creo que de todo el pueblo. Nacido en Galdácano, pueblo que vió jugar a Villar en sus comienzos, yo en aquel tiempo podía presumir de ser susceptible de fichar por la Real Sociedad (cuando en la Real sólo había vascos, claro). Poco importaba que mi nacimiento allí fuese producto de la casualidad de un destino como maestro de mi padre -nimio detalle-. Yo era vasco y si la ikurriña obraba milagros, allí el único habilitado para llevarla era yo.

Así que dibujé a rotulador Carioca, sobre un papel, la sagrada bandera de la cruz de San Andrés, y la pegué a una de esas chapitas redondas que se ponen con imperdible. Al momento de salir al terreno de juego en un partido contra los "Seminaristas trinitarios", me la coloqué al otro lado del escudo de vergonzosa ortografía.

Al advertirlo, Manolo Wilson, quien casi nunca me voceaba, dejó escapar un gorjeo que se escuchó hasta en el cerro de los molinos y que debió parecerse a esto: "chiiiiiico.... andayayquitateesodeahimuchaaachocagonla... hooostia".

Quise haberle respondido en euskera para empatar a desentendimientos, pero entre que no me atrevía y que nunca lo aprendí, me quité obediente la chapita y de este famoso incidente nunca se volvió a hablar.