La no ambición


En realidad, los admiradores manchegos de Arconada hubiéramos visto con buenos ojos su fichaje por el Barça o el Madrid. Yo siempre he sido muy txuri urdin, pero desde Madrid era muy difícil estar informado (y aún así, con los años, conseguí acaparar bastante material gráfico). Cómo sería la cosa que, a fines de los 80, a Avelino, otro ciudadrealeño compañero de universidad que decía que era "batasuno" (el pobre), le robaba el "Egin" para tratar de conseguir fotos o reportajes de la Real y su portero.

Pero el caso es que Arconada nunca salió del equipo de su ciudad. Debía tener sus razones, el hombre. Motivos ignotos que yo defendía sin preguntar, aunque por dentro debo decir que su no ambición me resultaba un poco injusta, desde la perspectiva incomprensible de tantos kilómetros al sur.

Cuando acabé mi período juvenil, coincidiendo con mi desplazamiento a Madrid por los estudios, se interesó por mí el Club Atlético de Pinto. Comencé a entrenar con ellos, viajando en el tren regional ("la Unidad", le decían) desde Alcázar de San Juan, todo el verano. A las 12 de la noche tomaba el expreso de Algeciras para volver a casa. Tres horas de viaje para dos horas de entreno. Pero era mi pasión y me dejaban practicarla. Sólo quería jugar.

No recuerdo en qué momento preciso de 1986 alguien me hizo creer que yo podría llegar a ser buen futbolista y por tanto, debía tener ambición. Y creí.
Un día me encontré por el pueblo con un antiguo entrenador, que me dijo que en Pinto perdía el tiempo. Que Mauri, secretario técnico del Atlético de Madrid y a la sazón del Tomelloso en 2ªB, estaba interesado en "tenerme controlado", pero que debía fichar, a pocos días del comienzo de temporada, por el Club Deportivo Griñón. Hablé con él y era verdad; nada menos que Mauri quería "tenerme controlado" en aquel pueblo que tenía nombre de Marqués.

Y dejé Pinto para hacerme rico y famoso. Ya me veía en 2ªB. Entrené una semana, pero dos días antes de disputar el primer partido de la temporada de Preferente, el entrenador colocó a un bigotudo portero amigo suyo procedente del C.D. Tarancón, y me dejó fuera del equipo.
Mauri no se puso al teléfono cuando le llamé desde casa, con mi padre atento detrás. Y le llamé mucho.

Mi primer año después de juveniles lo pasé en blanco, rumiando cada día mi venganza contra esos miserables, lamentado mi ambición inútil. Esa experiencia me marcó mucho: después nunca he dejado de valorar la mesura en las expectativas, aunque otras muchas veces me han hecho creer cosas que nunca fueron. Hace poco tuve un jefe que me quería como a un hijo y que me iba a dar el mando de su empresa. Al año, me echó a la calle. Pero yo ya estaba avisado, ya sabía que las promesas sólo sirven para alimentar la vanidad, y que la felicidad no está ahí, sino en el reconocimiento y el cariño de quienes te aprecian. Esos que, cuando pasa la fama y se va el poder, aún siendo pocos, siguen estando presentes. Devolviéndote con creces la fidelidad que un día les juraste.

Por eso cuando Arconada se pasea por su ciudad, la de siempre, va con la cabeza bien alta. Yo lo he visto.