La última vez, la segunda, que me encontré con Arconada estábamos esperando un vuelo para Madrid en el aeropuerto de Hondarribia. Cuando me mudé a vivir a Donosti, pensaba que sería algo habitual en una ciudad pequeña. Ví a mucha gente conocida. A algunos antiguos ídolos de la Real Sociedad, incluso varias veces. Pero a él, jamás. Cuando perdí la esperanza, dejé el barrio de Antiguo donde pensaba que él vivía -por una postal de Karhu, una marca de chubasqueros para la que él hacía publicidad, creí localizar hasta su edificio- y me fui a Lasarte, a algunos kilómetros de allí. Después de ese cambió, apareció en mi trabajo. Eso ya lo conté en otro capítulo, fue la primera vez. La otra.
Yo ya no trabajaba en San Sebastián. Seguía lejos de casa, en Oviedo, en otra empresa mejor pero igual de desencantado con mi vida. Cada fin de semana iba a ver a mi familia, pero cinco días seguidos los pasaba fuera, durmiendo sin un abrazo de despedida, sin una mirada de apoyo o de reconocimiento o de comprensión o de ira, daba igual. Sin hijos que educar y sin amor para engendrarlos. Llevaba de esta guisa más de tres años, y eso se había convertido en mi obsesión. Sólo pensaba en cambiar. Sólo hablaba de mi esfuerzo por un proyecto profesional nuevo y apasionante, pero junto a los míos. Planear mi vida, la que debía ser, se había convertido en un escenario mental sobre el que se desarrollaba todo lo demás: mis comidas, mis relaciones con los compañeros, mis despertares. Todo.
Me había traído hasta ese aeropuerto la revisión de los trabajos para la apertura de un centro comercial: la noche había sido más larga de lo previsto y a mí aún me quedaba un viaje a Madrid donde trasbordar a Asturias. Era ese tipo de situaciones donde prefieres no pensar, no mirar y no oir. Tan sólo ver pasar los minutos, tomar ese vuelo, salir, tomar el otro, llegar adónde nadie me esperaba y continuar mi camino hasta el siguiente viernes.
El aeropuerto de Hondarribia era muy pequeño. No había sala de espera, de modo que los viajeros aguardábamos sentados en unas de esas sillas como de hospital, que van pegadas de cuatro en cuatro. Había ocho sillas a un lado del pasillo y otras ocho enfrente. Sonó el altavoz y anunció el retraso del vuelo a Madrid. Más problemas, pensé. Levanté mi cabeza para ver rostros de solidaridad entre los demás pasajeros y el rostro que encontré era el de Arconada.
Su expresión de disgusto por la noticia del retraso era lo que esperaba encontrar, pero no en esas facciones que conocía tan de memoria. Me miró haciendo un gesto de enfado ante la adversidad, exactamente lo que la circunstancia requería. Asentí con una mueca. Evidentemente no me conoció, hacía ya casi dos años desde nuestra breve conversación. Bajó su mirada y miró al suelo, cruzando las manos. Esas manos.
Tuve tiempo de observarlo bien. Miraba esas manos enormes que tantos balones increíbles habían despejado y ahora servían para crisparse al esperar un avión más de lo debido. Su traje azul marino, su camisa azul celeste con corbata, que mantenían la discreción, pero ahora en otros hábitos que no eran los que amé. Recuerdo sus zapatos, unos mocasines estilo castellano que ocultaban los finos calcetines negros tipo ejecutivo, y pensé cómo esos empeines golpeaban la pelota con furia, en otros tiempos. Tenía la misma sonrisa de buena persona, la misma mandíbula que quise para mí, la misma mirada firme llena de carácter. Pero era otro hombre viviendo otra vida con muy diferentes emociones.
Durante más de media hora dudé en presentarme ante él. Dadas las circunstancias, era muy probable que no encontrase más a esa persona que inspiró parte de mi infancia y toda mi juventud. Estábamos casi solos, sin nada que hacer y con tiempo por delante. Si se tratase de cualquier otro desconocido, seguramente hubiera entablado conversación, es lo que se suele hacer. Por segunda vez, hubiese querido decirle todo lo que rumié durante años, o al menos pedirle que me dijera dónde hacerle llegar mi álbum de recuerdos, que seguro apreciaría.
Pasaron lentamente los minutos, dejándome llevar por esos pensamientos. Y terminé por descubrir que ni ese tipo era ya Arconada, ni yo mismo me reconocía en el reflejo del cristal del autobús que, anónimamente, nos llevaba hasta un avión con destino a ninguna parte.