Manolo iba cada día a la viña para trabajarla. Tenía unos cincuenta años, una Mobylette "Gran turismo" con unas alforjas negras en el asiento trasero, y la cara del que lleva muchos inviernos podando sarmientos. Cuando volvía al pueblo, Manolo se vestía con un austero chándal en polyester azul marino, cogía la moto y se iba al campo de fútbol. Allí todos le conocían como Wilson y lo cierto es que todavía no sé si era un apodo o no. Lo cual, pensándolo bien, dice mucho del personaje.
Wilson era el entrenador del equipo de chavales de catorce años del pueblo, los "prejuveniles".
A su manera, era una persona muy rigurosa. Hombre de pocas bromas, su caracter adusto ponía los límites justos a lo que se supone en un grupo de críos de esa edad. Tenía esa musical forma de vocear que sólo los campesinos manchegos dominan: de una larga frase, sólo se entiende la primara palabra (por lo general, "chico") y la última (por lo general, "hostia"). Lo demás quedaba a la imaginación del interpelado, aunque uno ya sabía que más valía dejarse de tonterías.
Fue el primer entrenador serio que tuve y el primero que confió en mí. Creo que nos teníamos un mutuo respeto: él me voceaba poco, lo justo, y yo a cambio me dejaba la piel (del culo, mayoritariamente) en los entrenamientos. Un pacto de caballeros entre un agricultor dialéctico y un metafísico estudiante de 2º de BUP.
Un día, el pequeño Arconada de La Mancha tuvo la ocurrencia de llevar la ikurriña en su camiseta, como su ídolo. Pero ni era capitán para llevar un brazalete, ni mi camiseta amarilla se prestaba a mucha fantasía; tanto era así, que en el escudo ponía "GINNASTICO DE ALCAZAR", un hecho que dejaba bien claro que el fondo primaba sobre las formas en aquel equipo, por si acaso el míster no lo evidenciaba cada día. Así que frivolidades las justas bajo el sol mesetario y sobre sus campos de dura tierra.
Pero la ikurriña era un símbolo taumatúrgico, o al menos yo así lo creía. Sobre todo, porque yo era vasco. Sí señor, el más vasco de mi colegio y creo que de todo el pueblo. Nacido en Galdácano, pueblo que vió jugar a Villar en sus comienzos, yo en aquel tiempo podía presumir de ser susceptible de fichar por la Real Sociedad (cuando en la Real sólo había vascos, claro). Poco importaba que mi nacimiento allí fuese producto de la casualidad de un destino como maestro de mi padre -nimio detalle-. Yo era vasco y si la ikurriña obraba milagros, allí el único habilitado para llevarla era yo.
Así que dibujé a rotulador Carioca, sobre un papel, la sagrada bandera de la cruz de San Andrés, y la pegué a una de esas chapitas redondas que se ponen con imperdible. Al momento de salir al terreno de juego en un partido contra los "Seminaristas trinitarios", me la coloqué al otro lado del escudo de vergonzosa ortografía.
Al advertirlo, Manolo Wilson, quien casi nunca me voceaba, dejó escapar un gorjeo que se escuchó hasta en el cerro de los molinos y que debió parecerse a esto: "chiiiiiico.... andayayquitateesodeahimuchaaachocagonla... hooostia".
Quise haberle respondido en euskera para empatar a desentendimientos, pero entre que no me atrevía y que nunca lo aprendí, me quité obediente la chapita y de este famoso incidente nunca se volvió a hablar.