El Tigre -del Igueldo-


Algunos años después te encontré por la calle. Estabas en plena paranoia, como nunca te había visto. Apenas te entendía. Me quedé muy sorprendido cuando dijiste que veías en mí a un tigre, y que todavía hoy, en tus sueños desgobernados, aparecía el tigre escondido en las esquinas.

Entrenábamos en ese campo de tierra que desgarraba la piel de mis muslos en las paradas. Cada noche llegaba a mi casa con una nueva marca, el precio en escozor de mi lucha para ser como Arconada, para volar como él, aunque en La Mancha, el césped lo habíamos visto solo por televisión. Recuerdo el primer día que te ví, impresionada y frágil, tras la portería. En realidad, recuerdo haberte visto muchos días. Me gustaba de ti el final de tu sonrisa de labios finos. El pelo corto, la piel blanca. La mirada cínica y los gestos que rellenaban tus pensamientos, dándoles expresión.

Yo me esforzaba cada noche bajo los palos para seguir cautivándote. Herida tras herida, sangrando cada noche. Y de vuelta a casa, tú jugabas al ni contigo ni sin ti. Tanto, que ya ni me acuerdo si llegué a besarte. Solo me han quedado en la memoria los largos paseos, y las charlas profundas a la luz de las farolas de invierno. Yo quería ser Arconada y ganarme tu amor. Tú querías otra cosa que yo no admitía: la fiera en que me transformaba los martes y jueves por la noche -por tí y por mi ídolo-, pero no al chico sensible que quería regalarte cariño.

Ahora que lo pienso, creo que no, que jamás besé esa boca. Tampoco pasé de la Tercera División. Con quince años se suele confundir la dimensión de los retos. La vida después suele dar mucho más. Personalmente, tanta entrega en los entrenamientos me ganó una fama de loco entre los compañeros del equipo. Siempre se dijo que los buenos porteros lo son, así que asumía aquello como un honor. Tardé muchos años en darme cuenta, pero al final, en el desgarro más doloroso de todos, me di cuenta de que el loco no era yo.