Al llegar al vestuario, acabado el partido, "Palita", nuestro organizador y estrella del equipo rompió el silencio con esas tres palabras que tanto tiempo sonaron en mi cabeza: "... es que así...".
En ese momento, traté de no ofenderme: en 1982 aprendí que en el fútbol se puede perder; en 1984 aprendí lo cruel que puede ser este deporte con el portero. Y de eso habían pasado ya más de tres años.
Los aciertos del portero refrendan los del equipo. Los errores lo hunden. Quien no lo entienda, que se haga extremo izquierda. Es el precio de asumir esa responsabilidad, de saberse depositario de 10 confianzas sobre el terreno de juego. Es bonito, pero puede ser muy duro, a veces. En el 84 yo recuerdo estar delante de la tele, llorando junto a un padre que no encontraba consuelo para mí. Nunca suelo hacer referencia a aquello, no me gusta. No tengo ni la famosa foto y detesto que en las "enciclopedias" de fútbol las referencias a Arconada se hagan casi en exclusiva a esa final.
Volvamos a 1987: lo cierto es que casi todos tenían ya ganas de verme jugar. Había fichado por ese equipo de Regional Preferente pero me estaba costando mucho ganarme el puesto, aunque afición, compañeros y directiva sabían que era un suplente de lujo. Un día, jugando contra el Santa Bárbara, en Toledo, al titular (que era de allí, por cierto) un señor mayor le llamó "hijoputa" todo el partido hasta el minuto veinticinco de la segunda parte. Sin parar. Hasta que el pobre compañero saltó la valla y le dió una mano de hostias al provecto aficionado. Nunca me gané el puesto de una forma tan rara, porque le metieron 7 partidos de sanción.
Pasé todas las vacaciones entrenando. Iba a debutar en el partido más importante de la temporada, en casa, contra el vecino pueblo de Los Yébenes, que iba primero, que podía hacer casi imposible el ascenso si perdíamos, y que había fichado a un tal García que había jugado en Primera División (muchos) años atrás.
García ya estaba gordo, pero se le veía clase de futbolista de verdad. Los que han sido buenos hasta protestan al árbitro de otro modo. Técnico, corría poco pero repartía bien el juego. Y disparaba fuerte. En eso debía yo estar pensando cuando, en la segunda parte, chutó un zambombazo desde muy lejos. Erguido, coloqué mis manos sobre mi cabeza para agarrar ese balón con elegancia. Pero me dobló los dedos, aún no sé cómo. Me tiré hacia atrás y lo saqué, pero al árbitro dio gol.
Mis compañeros salieron disparados a protestar, como locos: "¡No entró, no entró!". Yo no. Yo sabía que el desastre estaba buscándome y me había encontrado. De inmediato pensé en el 84. Asumí y desde el primer minuto supe que me pasaría asumiendo bastante tiempo. Perdimos, claro, y no subimos.
"Palita" no era ningún desgraciado por decir aquello a la entrada del vestuario, aún lo oigo mover su bigotito fino: "... es que así...". Lo que él quería decir es que estaba dolido. Y quería que yo lo supiera. Pero era un ignorante. Porque el portero que se equivoca pena doblemente, por él mismo y por los demás. Lo aprendí hace ahora 25 años, donde sufrí por no ser campeón pero tanto o más por el dolor de mi ídolo, imaginando cómo se sentiría.
Así que, "Palita", yo ya lo lamentaba por mí y por tí. Y por los compañeros que quedaron a las puertas del éxito. Y por los aficionados, aquellos que están llorando en su casa, con un padre que les coge por el hombro y trata de encontrar palabras para negar lo obvio, convencerles de que no es importante aquello que tanto lo es.
Doscientos treinta
Hace 11 años