Tengo mucho respeto por los porteros perdedores. Sobre todo, porque mi experiencia es enorme en ese terreno. El futbol te da, fundamentalmente, muchos disgustos. Nos pasamos las temporadas maldiciendo la mala suerte de nuestro equipo (suele ser debilidad, ojala fuésemos capaces de reconocerlo más a menudo). Y de vez en cuando, muy raramente, cae una alegría camuflada en empate a dos con tanda de penaltis, pase a octavos bajo la euforia, cerveza en el vestuario y sonrisas en las duchas.
Pero se pierde
mucho mas que se gana. Aun así, jugamos y perdemos, y volvemos a jugar días después,
esperando que esta vez sea la buena. Creemos tropezar en la derrota, incluso
cuando se ha convertido en un hábito indeseable.
Cuando llevas seis
goles encajados, y luego otro y otro, ves venir al rival hacia tu puerta y no
te fallan las piernas, sino la emoción. Ya estás pensando en el próximo partido,
solamente deseas cerrar este porque aquí no hay nada más que perder. Ya todo está
perdido. Pero esos hijos de perra no aflojan, tienen cuatro ex jugadores de 2°B
diez años más jóvenes que tú, que deberían experimentar algo similar a la
piedad, pero que siguen corriendo como balas, siguen robando otro balón, siguen
celebrando el noveno gol como si fuera el primero.
Pierdes la cuenta. Ni siquiera preguntas en el tristísimo vestuario por el resultado. Más tarde, en el repaso nocturno, te duele más el gol que te tragaste, ya harto de recoger balones de la red, que cualquiera de los otros nueve. Te duele incluso más que los hombros o la espalda. Es tu 1-0 particular. Y no te va a volver a pasar. Seguro que no. El próximo viernes será mejor, dicen que los de Gunzwil no son tan buenos.