Honrar al fútbol

La mejor forma de amar este deporte es practicarlo, me voy diciendo al llegar al estadio del Weggiser SC. Al menos ha dejado de llover.
Me quito la ropa queriendo obviar el frío del vestuario. Me vendo el tobillo como escondiendo ese dolor crónico, sé que no sirve de nada pero tras la venda ya no está. Me visto de naranja, como Él, y calibro equivocadamente jugar sin chándal, aunque no haya público para fijarse en mis medias blancas. Cambiaré de idea en el descanso cuando mi rodilla derecha esté vibrando de frío y de dolor. Caliento pero caliento ante todo el corazón, que con mis carreritas y zig zags se va ensanchando, mientras visualizo las paradas que no haré. Las porterías me parecen ya tan pequeñas que diría que estoy usando la percepción de hace 20 años, esa que utilizo cuando me conviene. Esa medición figurada que no entenderé  cuando mi estirada no alcance su objetivo, porque las piernas han dejado de ser aquel resorte infalible.
Cuando comienza el partido ya tengo tanta convicción como agua en las botas. Los porteros aficionados de casi 50 años ya no odiamos a Guardiola por hacernos jugar con los pies. Odiamos más a Sacchi y sus defensas adelantadas, que nos obligan a larguísimos sprint para contrarrestar los contraataques de delanteros cojeantes. Yo cuando me toca jugar con los pies lo basó todo en el estilo porque no tengo ni idea de chutar un balón. Con estilo el contrario cree que sabes, al menos hasta la segunda parte, cuando se dan cuenta de que todos somos de la misma generación y por tanto, que en los ochenta los porteros no regateábamos. Jamás. Sin embargo tengo el mismo arrojo para lanzarme a los pies del delantero. Vuelo hacia él, los ojos cerrados, esperando que el balón rebote en mi cuerpo, ojalá en la rodilla que casi no duele, ojalá el tipo salte y no me golpee. Suelo dar yo primero, lo confieso. No brinco como antes pero sigo jugándome el tipo como siempre. El rival que sabe eso, te respeta más. Y ya me duelen los hombros, ya sé que las cervicales me van a fastidiar toda la semana, mientras repaso mentalmente los goles que salvé, y sobre todo los que no. 
Necesito concentrarme en el juego porque el frío me puede, me agarrota las usadas articulaciones y subraya los músculos magullados. Mis compañeros hablan alemán y no me entienden pero no les hablo a ellos: "va, va, venga, encima", significa que estoy aquí, que estamos vivos porque jugamos como cuando éramos críos, y nuestros límites físicos no tienen nada que ver con la emoción que sentimos. Jugando. Veo a mis compañeros sin resuello, pidiéndome sacar de puerta más despacio, y pienso que en realidad están honrando al deporte más hermoso que existe. El juego es un arroyo de emociones.
Cuando todo acaba, nos vamos llenos de contrastes y paradojas. Sonrisas que podrían ser muecas de dolor. Abrazos y felicitaciones tras la derrota. Miro atrás, a la portería,  tratando de retener ese gol que no debió ser. Saco el barro de los tacos mientras vuelvo a la vida real, que espera en las duchas.
Me siento para quitarme el pesado pantalón. Voy liberando mi cuerpo de protecciones y vendas, y hago inventario de daños. Nada importante, nada que no se cure con más o menos antiinflamatorios. 
Se habla mucho de épica en el fútbol profesional, pero nada es comparable con el fútbol aficionado. Soy el sufrido y orgulloso portero del Baar FC, un equipo de veteranos en Suiza. Nada menos.
Nunca fui Arconada. Pero me sigo pareciendo bastante.