Cuando más nervioso me pongo es antes de vestirme de futbolista. Me gusta llegar pronto, ver el campo donde juego, tocar el césped, proyectarme. En ese rato imagino lo que va a pasar. Recuerdo un partido en casa contra el Juvenil del Real Madrid. Yo tendría 15 años. Iban llegando al campo unos tipos altísimos, algunos con barba de dos días. Daban miedo. Con mi 1,72, no paraba de pensar “hoy cada córner será una fiesta”.
Hace 35 años de aquello. Hoy juego en la liga de veteranos de Suiza interior, la "Innerschweizerisch Fussballverband". Cuantos más años, menos público en el campo. Y más miedo a hacerme daño. Mientras camino por la hierba y mido las improbables distancias adonde tendré que poner el balón en los saques de puerta, pienso en lo que soy, en el precio que pago por ser el único que se viste como quiere: yo soy portero, yo no tengo derecho al error. Yo hundo a mis compañeros en una salida mal medida o en unas manos blandas. El corazón me late miedoso y responsable. Yo nunca vi a Arconada tomarse a broma ni un solo partido. Ni uno.
Ya vale. Me voy solo a la caseta para echarme linimento en los gemelos. El olor a alcanfor me relaja y ya tengo una sola palabra en mi mente: bien. Pasarlo bien. Y hacerlo bien, me corrijo. Y repito: "ya vale".
Acaba el partido, hemos perdido en goles y ha ganado una hermosa tarde de futbol. Ya de noche, tras cenar con el equipo, vuelvo en coche a casa con Michael, mi amigo y compañero, un carrilero alemán de afición tardía. Conduzco pensando en mis estúpidos temores, en que nada justifica tanta responsabilidad. A estas alturas, por favor.
Y de pronto, en tono confidente, Michael me mira y me pregunta:
“Ramón, ¿tú puedes dormir la noche antes de
los partidos?”