Yo debía tener 16 años cuando tuve un sueño que me acomapaña desde entonces. Se trata de un sueño casi infantil, pero de gran significado: muchas veces pienso en él, ha venido a visitarme en mi existencia posterior. Lo recuerdo nítido, con olores y texturas, con voces y gestos.
Por fín había llegado a jugar en un equipo de Primera división. No debía ser uno de los grandes, ni un partido internacional. El vestuario era muy pobre, con unos bancos de hierro oxidado y un tablero encima, donde a duras penas cabíamos todos los miembros del equipo, apretujados mientras nos poníamos la equipación. A juzgar por las medias, debía ser el Osasuna de Pamplona. Salvo que el entrenador, quien vociferaba haciendo retumbar el suelo de terrazo, era José María Maguregui, que nunca entrenó a Osasuna.
Recuerdo haberlo contado en el Instituto a alguno de mis mejores amigos, y no se entendía que soñase con Maguregui a los 16 años. No sólo porque a esa edad se suele soñar con chicas (era lo común). Es que este entrenador era el prototipo de mister cutre, vasco pero carpetovetónico, como Benítez del Málaga, Joanet del Castellón o Vidal del Cádiz más recientemente. Al final de su recorrido entrenó al Atlético de Madrid pero eso fue años después (y una locura más de Jesús Gil). Tuve algunos de esos en mi carrera real: taxistas puteros metidos a técnicos, empleados de gasolinera haciendo preparaciones físicas demenciales...
Maguregui nos gritaba para animarnos y yo buscaba mis medias blancas aturdido por la responsabilidad de jugar en Primera. Pero no las encontraba. Sólo estaban las rojas con vuelta azul oscuro, de un tejido reseco y blanquecino a fuerza de lavarse con jabón Lagarto. Pasaban los minutos y yo sin poder acabar de vestirme, porque yo no sabía jugar con otras medias que no fueran las de Arconada. Era un sueño y en los sueños no se transige. Y al final, me quedo en ese vestuario descalzo, solo, deshecho por haber perdido una oportunidad así, sin debutar en la máxima categoría por culpa de unas olvidadas medias blancas.
El sueño dura demasiados años en mi cabeza. Pero no es ni una casualidad ni una mera obsesión. En la vida hay un catálogo de frustraciones que va engordando con el tiempo. Mieles que se quedan en los labios. Ilusiones rotas sin saber muy bien por qué. Uno es como es. Y es tan mía la capacidad de ilusionarme con los eventos de la vida como la necesidad de ponerme aquellos calcetines. Así, cada vez que llega un desengaño, cuando ya en frío me acuesto y cierro los ojos, pienso que uno de estos días, en el fondo de la bolsa o tiradas junto al botiquín, aparecerán las dichosas medias y terminaré saltando al césped del Sadar, animado por aquel entrenador que, en fondo, debía ser una entrañable muy buena persona.