Con el paso del tiempo, nos íbamos dando cuenta de que a mí me faltaban cinco centímetros para ser como Arconada. Parece poco, pero en los saques de esquina no es lo mismo el metro ochenta que el metro setenta y cinco. Lo malo es que ese crecimiento, a los 16 años, ya comenzaba a ser mucho. Y yo ya iba siendo conocido con el poco honroso sobrenombre de "el Porterete".
Un día, obtuve un preciado tesoro: el cromo del ídolo de los chicles Boomer. Ese chicle fue el eje que marcó todo el verano del 85. Porque en el cromo, Arconada menguó: ya no eran cinco, sino cuatro los escalones que franquear. Arconada, según los chicles Boomer, medía 1,79. Y aquello me dio el espaldarazo necesario para atacar ese frente.
Siempre ha habido soñadores que tienen ganas de desafiar las leyes establecidas, incluso aquellas de la genética. Mi padre es uno de esos. Así que estableció un plan para mejorar la raza en un verano. Hoy, puestos a hacerlo bien, hubiéramos ido a Internet a comprar hormonas de crecimiento. Por entonces, la idea de mi padre fue colgarme del tendedero de mi casa todos los días un buen rato.
Gracias a Dios no viviamos en un tercer piso. El tendedero del jardín estaba anclado a la pared a unos dos metros y pico de alto. Tenía dos barras de forma rectangular, pintadas de verde, y que estaban unidas por sendas cuerdas. Si al menos hubieran sido cilindricas... Yo me ponía allí colgando de los brazos, y se trataba simplemente de aguantar el máximo tiempo posible. Mi padre se quedaba allí delante, dándome ánimos para resistir. Porque el esfuerzo merecía la pena.
Debo decir que no estaba muy seguro de la eficacia del método. Así que cuando me bajaba de la barra, me ponía a hacer sentadillas por si acaso. Me dije: "por si no crezco, al menos que salte más que ninguno". Y me metía series de 300 sentadillas agarrado al fregadero, hasta que los músculos de las piernas no me aguantaban. Menos mal...
Porque tras las tres primeras semanas no había recortado ni un centímetro de los cuatro -a este respecto, hubo discusión porque a la fuerza había un efecto placebo-. Pero tras una profunda reflexión pasamos al plan B: ahora ya no sólo estaría colgado de la barra, sino que además, mi padre se aplicaría a tirarme de los tobillos a la vez. Así asegurábamos ese resultado que tardaba en llegar. La estampa era digna de verse.
Las manos, al menos, se me curtieron para la vendimia que casi sin pensarlo, y con los mismos centímetros de diferencia, llegó poniendo fin al verano. Otro día contaré cómo a base de friegas con ortigas y yema de huevo "el Porterete", que brincaba como un resorte, no se iba a quedar calvo...