Últimas palabras


Entre los 8 y 11 años de edad, estuve muy preocupado por lo que me parecía un tema capital: las últimas palabras antes de morir. Una vez, muy pequeño, me dijeron que Cervantes, antes de fallecer, dijo "...soy de Alca..." y se murió. Por eso no se sabe si es natural de Alcázar de S. Juan o de Alcalá de Henares. Y así iba yo leyendo biografías de prohombres, y me acostumbré a acabar los libros, claro. Una de las mejores, de Nelson: "muero, pero muero feliz porque he derrotado a los franceses...". Cuando le tocó a mi abuelo, pregunté qué dijo y por lo visto fue "chuletillas de cordero", lo que bien mirado no está tan mal.
La verdad es que fue un fastidio, pero Arconada decidió liquidar su carrera deportiva en todo lo alto. Los años anteriores, tras la lesión, fueron fabulosos. Pero él decidió dejarlo ahí. En una de las entrevistas que conservé, dijo: " es preferible dejar un buen recuerdo que una pobre impresión". Como Nelson. Palabra de Dios. De modo que al igual que con las últimas palabras, había que elegir el momento oportuno para dejar el valle de lágrimas que era mi carrera futbolística.
Esto constituyó una nueva preocupación a partir de mi último año de facultad, donde más o menos tenía pensado dejar todo lo "accesorio" para hacer unas oposiciones (craso error). Ese año, temporada 90 - 91, guardé la portería de la Unión Criptanense, equipo del vecino pueblo de Campo de Criptana, cuna ente otros de Sara Montiel. El pueblo donde mejor me han tratado.
Por el mes de mayo de 1991, acabando la liga, se disputó el partido Criptanense - Pedro Muñoz. Unos diez kilómetros separan ambas localidades, así que duelo en todo lo alto. Esos partidos en La Mancha no tenían precio, pude jugar algunos, era intensísimo: el honor del pueblo en liza, nada menos.
Antes de comenzar el encuentro, llega Lucas, el Presidente, al vestuario. Su hijo era el defensa central, y habló por él. Un tipo del C.F. Campillo de Altobuey, en liza con el Pedro Muñoz por el ascenso a Tercera, nos traía un maletín de dinero por empatar o ganar. ¡Ostras, una prima a terceros!. Nos decía Lucas: "Sed discretos, a nosotros nos da igual, queremos ganar como sea". Yo, mientras me vestía (ese año jugué con la camiseta naranja de la marca "Rasán", la de verdad de Arconada), visualizaba el maletín como en los tebeos de Mortadelo, con los billetes saliendo por las costuras. A mí no me daba igual, la verdad. Me quería poner un laboratorio de revelado fotográfico en casa y ya habia localizado a un señor en el "Segunda mano" que me lo vendía por 15000 pesetas. No sabía a cuánto tocábamos, pero desde luego, igual no me daba.
Hice el mejor partido de mi carrera. Las paré de todos los colores, por arriba, por abajo, hasta los córner, estaba hecho un coloso. No pude evitar el empate a uno, me pitaron un penalty que no fue (esto merecerá otro episodio por cómo ocurrió), pero fue extraordinario. Juro que salí a hombros del "Municipal Agustín de la Fuente". La vida a veces tiene sus ratitos de gloria, muy raros, pero existen: una tarde salí a hombros de un campo....
Al llegar al vestuario, comencé a desnudarme en medio del jolgorio de mis compañeros. Tras los partidos siempre tenía un bajón, me quedaba exhausto. No te cuento aquel día. De pronto, ya sin botas, me subí al banco donde estábamos sentados, y levanté la voz. "Quiero decir algo". Se hizo el silencio, todos me miraban borrachos de felicidad. "Quiero decir que hoy dejo el fútbol y me retiro". Lo proclamé con tal convicción que el entrenador, una bellísima persona, sólo me miró de frente y me dio un abrazo tremendo. Mis compañeros también. Faltaban cinco partidos para acabar la liga. El momento había llegado.
No había billetes, era un cheque. Y me hice fotógrafo. Yo creo que estuvo bien.




La pinta y el tesón


Los cronistas dirán que Arconada se retiró un mes de junio de 1989, y que Santiago Cañizares debutó en Primera división en septiembre del 92. Dos porteros internacionales que nunca se cruzaron en un terreno de juego.
Por tanto, aunque yo tenga mi opinión sobre quién era mejor, los cronistas dirán que nunca hubo vencedor ni vencido.
Pero no es así. Una pretemporada del 85, hubo partido. En Ciudad Real capital, torneo "Nuestra Señora de Alarcos", se enfrentaban los equipos de juveniles de Alcázar, Daimiel, Ciudad Real y Puertollano. Cuando nos enfrentamos al Calvo Sotelo -de esta última ciudad-, ya sabíamos que tenían un guardameta jovencito famosillo porque el Real Madrid lo iba fichar. Era bueno, la verdad. Cuando eres pequeño, todas esas historias sobre chavales que juegan contra tí y que a los 16 años ya parecen tener el futuro resuelto como futbolistas, imponen mucho. En el fondo es algo que nos daba mucha envidia a los demás que nos calzábamos las botas, o nos dejábamos la piel de los muslos en los campos de tierra. Mirabas a ese Cañizares y te decías "qué suerte", y luego, para consolarte, "pues no es tan bueno", o "mira qué pinta con ese chándal y las medias por fuera".
Así que mitad por la pinta (yo ya había decidido que campo de tierra -lo habitual- o de hierba, jugaba con mis medias blancas de Arconada a la vista, que la vida son dos días y la mercromina no era tan cara) y mitad por transformar la envidia en superación, conseguí no recibir ni un sólo gol en los partidos.
Los cronistas dirán que este Cañizares fichó por el Madrid, ganó mucho dinero, fue internacional, trofeo Zamora, y se retiró cuando escribí estas lineas. Yo, salvo una cosa que leí 20 años después sobre sus prácticas de sexo tántrico, dejé de envidiarle aquella mañana de Septiembre. Me llevé el trofeo al mejor portero, el único que hoy luce en mi casa, y me hice una herida en el culo, por llevar pantalón corto, que me duró tres semanas.
Los cronistas y yo sabemos que hay batallas que Arconada ganó, incluso sin estar.

Lo fácil y lo difícil

Los últimos meses estaban siendo un infierno. Después de nueve años en esa empresa de distribución, no sabía qué mano negra me había tocado, pero entre todos decidieron hacerme la vida imposible. Un cambio radical en la dirección se llevó a todos los jefes a Francia, y yo quedé en tierra de nadie. Mientras los franceses me pedían aguantar el tipo, los españoles se entretenían dándome puestos de inferior categoría, a quinientos kilómetros de mi casa. La intención era clara. De repente, en esa Compañía, en la que había crecido rodeado de valores que creía sinceros, comenzaron a gastarlas así. Primero me degradaron. Después, recién casado, me enviaron desde Madrid a Bilbao a trabajar, y al cabo de unos meses a San Sebastián.
Lo bueno de ser portero es que para el resto de tu vida conoces lo que es el banquillo, y no te asusta. Con esfuerzo y aprovechando las oportunidades, recuperas tu puesto. Seguro. ¡Si hasta Arconada estuvo a punto de volver a la selección en el 88!. Mi segundo año de juvenil, perdí la titularidad por lesión y me propuse dejarme el alma entrenando hasta volver jugar. Así fue, y salí adelante (así iba yo por la vida con 17 años).
Días antes de la Navidad del 2003, mi médico de cabecera me dijo que probablemente tenía una depresión, y que debía ver a un psicólogo. Lógico: cada sábado por la noche me hacía el trayecto San Sebastián - Madrid en el tren nocturno, y el lunes de vuelta. Durante más de un año, de cada 7 días de la semana, dos dormía en el tren, uno en Madrid con mi pareja y cuatro en Donosti. Y atacando un trabajo en el que pese a unos resultados excepcionales, no me querían. Aquello estaba acabando conmigo. Ya no podía más.
El día de Navidad por la noche tomé el tren de regreso para trabajar. Iba a ser para poco, ya que en Nochevieja volvía a casa. Y entonces, cuando vivía instalado en las vísperas de nada, llegó uno de los momentos más intensos de mi vida.
El 28 de diciembre, a las siete de la tarde, yo estaba en mi despacho del centro comercial. Vinieron 2 empleados corriendo muy agitados: "¡Corre, corre, ven!". Me sacaron a tirones de aquella triste habitación y me llevaron a la línea de cajas. Allí estaba Arconada, con tres amigos. Tomé el bolígrafo de una cajera y el primer papel que vi. Me fui hacia él y le saludé. Estaba muy nervioso, yo quería contarle en un minuto lo mucho que le admiraba, pero ahora sólo recuerdo lo que dijo él: "¿Eres el director de todo esto? Debe ser difícil". Tímidamente, respondí: "No lo sabes tú bien". Me firmó un autógrafo. Volví a mi despacho, cerré la puerta y toda la depresión me salió por los ojos, en una de esas emociones sin medida que nadie ve.
Poco después dejé ese trabajo y el esfuerzo inútil por quienes no apreciaban lo difícil que, de verdad, resultaba todo aquello para mí.

Se me va a agotar la paciencia


Mi padre vino a recogerme al Instituto con el 131 Supermirafiori, aquel diesel de motor Perkins que sonaba como un tractor. En la guantera, un bocadillo de tortilla francesa envuelto en Albal y el diario "As". Era un lunes de 1986, en la portada estaba Cervantes, un buen portero de la cantera donostiarra que jugaba en el Betis por entonces. Después de Arconada, era de los que más me gustaban. Buen presagio.
Tras haberme perdido las pruebas con el Real Madrid por una inoportuna lesión, por fin me habían dado nueva fecha. No sé quién estaba más nervioso, mi padre o yo. Él no trabajó aquella tarde, pero la ocasión bien lo valía. Hora y tres cuartos después, llegamos a Madrid. Subimos la Castellana, aparcamos el coche y entramos en la antigua -y ya inexistente- Ciudad Deportiva. El año anterior había jugado allí con mi equipo de Juveniles, me conocía el lugar -nos metieron una docena, lo juro-. Para la ocasión, me había preparado el mismo traje de entrenamiento que ví a Arconada en una foto de la revista francesa "Onze", una sudadera Adidas azul, con el trébol clásico en el pecho, que a mí me daba mucha confianza. Desde luego, no parecía un portero "de pueblo".
Tanto era así, que al poco de comenzar a entrenar, aparece Vicente Del Bosque y me llama a una esquina del campo de tierra. Con esa cojera que reforzaba su aire lánguido, tomó un balón y comenzó a chutarme a unos 3 metros de distancia. Busque con la mirada a mi padre, quien desde la grada me miraba sorprendido. Buena señal. Mi sudadera de la suerte.
De improviso, Del Bosque se detiene, me mira y me dice: "¿Tú eres del Atlético Velilla?", y yo respondo: "No, del Gimnástico de Alcázar". Entonces, todo ceremonioso, me contesta: "Muy bien, pues te llamaremos".
No lo podía creer. Al salir del vestuario abracé a mi padre. Hicimos el viaje de vuelta al pueblo con una emoción tremenda, comentando lo buenos o malos -más bien- que nos parecieron quienes compartieron ese entreno, el alma hinchada de orgullo.
Con los años, Vicente Del Bosque progresó en el oficio, fue entrenador del primer equipo del Real Madrid, ganó Copas de Europa, y ahora es el seleccionador español. Yo llevo esperando ya más de 22 años a que me llame. Últimamente he perdido la forma un poco, es que no tengo equipo, pero sigo dispuesto, -aunque con 40 años Arconada ya se había retirado-. Si antes de fin de año no suena el teléfono, se me va a agotar la paciencia y le voy a tener que decir que es demasiado tarde, que ya no voy.

El complot de las medias blancas

El mito, como todos los mitos, tenía un símbolo de distinción: las medias blancas. En primera división era fácil, supongo. Pero convencer a mi madre de la importancia del asunto era otra cosa. Porque, semana tras semana, lavar en lavadora unos calcetines blancos bien embarrados era y es un ejercicio de fe (espero no tener que hacerlo yo). Además, a fuerza de comprar calcetines blancos, pues hasta en los entrenamientos los llevaba, aunque ahí me ponía los rotos. Y me los pagaba yo. Todo antes de colocarme esos infames azules con vuelta roja del Gimnástico de Alcázar CF.
Así que como, parafraseando a Larra, jugar en La Mancha con medias blancas era llorar, el asunto era ya un emblema de fidelidad a la causa. Me costó lo mío. Quien diga que Arconada "luchó" con la Federación Española para no ponerse las de la selección, no conoció a mi madre. O a la de él.
En Noviembre de 1986, creo que sufrí un complot. Viene mi madre y me dice que un compañero de su trabajo me invitaba al Estadio Vicente Calderón a ver el Atlético de Madrid- Real Sociedad. Si hubiera sabido que era un miembro reconocido del "Frente Atlético" (los ultras en aquel tiempo) no hubiera llevado la bandera txuri urdin. Casi me cuesta un disgusto gordo al final del partido, pero esa es otra historia. El caso es que allí estaba yo, muerto de frío, rodeado de ultras rojiblancos, aguardando la salida de mi ídolo.
Los héroes no saben, no pueden saberlo, cómo sus pequeños gestos provocan ilusión o desazones. Arconada llevaba su camiseta naranja y negra de Adidas, y por debajo, un indigno chándal azul marino hasta las botas ante cuya presencia guardé mi bandera bajo el asiento y esperé, paciente y aterido, el final de un encuentro que, naturalmente, perdimos.
A mi madre no le dije nada, pero intuyo que lo sabía.


Otros tiempos



Naturalmente eran otros tiempos. Uno habla así desde la perspectiva de los 40 años, pero no es retórica. Eran otros tiempos porque en mi primer año jugando de portero de fútbol, tuve que utilizar unos guantes de esquí de mi amigo Tomás, y más tarde unos Mikasa amarillos de lana con puntitos de caucho negro que Pozuelo, el de la tienda de deportes del pueblo, decía que impedían escurrirse al balón. Mentira. Además en los suelos de tierra, era muy doloroso.

Eran otros tiempos porque las personas eran más valientes. Mis padres, que querían darnos mejor calidad de vida, decidieron que mi madre su pusiera a trabajar y ésta, en dos años, sacó su Graduado escolar y después una oposición. Y... marchó unos años a Barcelona a trabajar, donde le dieron destino. Nos veíamos de cuando en cuando pero fue muy duro. Sobre todo para ella. No imagino lo que sería privarme de mis hijos duante semanas.

En el comienzo del verano de 1983, mi madre llegó al pueblo en aquel tren que tardaba más de siete horas desde Barcelona. Yo iba a comenzar a ejercer de Arconada ese año en el equipo de niños del pueblo tras una ascensión meteórica. Al llegar a casa, mamá sacó de su maleta un regalo de cumpleaños para mí. Nunca lo olvidaré: unos guantes de portero de verdad, de una impresionante piel azul celeste, con piezas rojas de agarre para el balón y una bandera de España sobre el puño. Unos guantes mucho más grandes que mis manos, pero mejor, tal como los llevaba Arconada. Unos guantes de portero de verdad, como ningún níño tenía por entonces.

Unos días después, mamá tomó el tren nocturno de regreso. Íbamos a despedirla a la estación. Yo siempre lloraba un poco, en silencio. Pero aquel regalo tuvo su efecto: al llegar a casa, subí a mi cuarto, tomé las manoplas y me las puse en la nariz para gozar de ese olor intenso a piel. Estuve así un rato. Y me puse contento, o al menos, un poco menos triste.

Ese año paré algunos penaltis con mis guantes azules.


Heterodoxia


En 1981, decidí que quería ser portero como Arconada. Pero en el colegio no me ponían. Tenía mi hueco en el equipo de minibasket, del que era alero titular, y lo máximo que conseguí fue ser portero de balonmano. Algo es algo, me dije. De modo que en esa portería pequeña, comencé a hacer mis pinitos. Desde luego, trabajé los reflejos. Pero con 13 años uno no quiere emular a Arconada si no es para volar como él en busca de balones imposibles. Para lo demás, pues se hace uno de Zubizarreta y listo.
Mi entrenador, el señor Blanco, no lo veía tan claro. Mis gestos no le gustaban nada, dónde se ha visto, un portero de balonmano haciendo palomitas (ojo, en aquel tiempo el único pabellón con parquet de la provincia estaba en Ciudad Real capital, así que eran dolorosas palomitas sobre cemento). A buen seguro que si sigo en ese deporte, creo escuela, lo juro. Pero el mister se hartó y me mandó al banquillo, poniendo a un tal Juanito Noviembre en mi lugar. Nada de palomitas, este sí que era sobrio, aunque creo que a su pesar.
Llegó la semifinal del torneo provincial de Ciudad Real y allí estábamos nosotros. El equipo del cole estaba compuesto por una panda de malotes que tiraban el balón a 200km/h, un figurín llamado Escribano y de portero suplente, una versión tan espectacular como desaprovechada del mítico guardameta vasco. Desde siempre esta capital ha tenido mucha afición (curioso), así que el pabellón "Príncipe Felipe" estaba bastante lleno. Comenzó el partido, y en cinco minutos Juanito Noviembre se tragó cinco goles uno tras otro. Me llama el entrenador desesperado, "oye que vas a salir", me pongo la chaqueta del chándal celeste que me había dejado un compañero (es que Arconada ya jugaba con la celeste adidas del mundial de España) y me lancé a triunfar.
Qué partido cuajé. Sobre aquel parquet, las estiradas no dolían, y se pudo ver un prodigio de colocación, potencia y reflejos felinos. Aún sigo teniendo el recuerdo de haber hecho algo grande aquella mañana. El figurín me miraba asombrado al borde del área.
La final la perdimos contra el Santa María, al día siguiente. Yo nunca sería internacional en este deporte, por heterodoxo. Pero quince años después, un tipo del pueblo, revisor de la Renfe, confundió a mi hermano conmigo en un "Regional exprés". ¿Cómo se dió cuenta de la confusión? Porque después de soltarle un rollo de una hora sobre el pueblo y otros temas varios, terminó su discurso diciéndole: "... por cierto, ¡¡¡cómo jugabas al balonmano!!!".

Una historia de amistad



En diciembre de 1986, mi amigo Tomás y yo decidimos liarnos la manta a la cabeza y acudir a ver el Real Madrid - Real Sociedad en el Bernabéu. Él era (es) muy merengue y yo... pues venía Arconada lo más cerca posible de mi pueblo, Alcázar de San Juan. Un amigo de mi padre nos sacó las entradas en un viaje que hizo a Madrid, de preferencia nada menos, y el día señalado tomamos el tren regional -"la unidad"- hasta Madrid, con nuestros bocadillos. Al llegar a la estación de Atocha, como teníamos todo el día hasta el comienzo del partido, decidimos subir el paseo de Recoletos y luego la Castellana caminando. Nos cogía de paso la casa de su abuelo, así que pasaríamos a verle. El que conocía Madrid era él, así que adelante.
Después de comer en un banco de la calle, en la parte allta de Recoletos, paramos a beber agua en una fuente. Seguimos paseando y de pronto me dí cuenta de que no llevaba mi cartera, con mis documentos y sobre todo con mi entrada al campo. Inmediatamente volvimos sobre nuestros pasos y recordé al tipo que estaba detrás de mí en la fuente. Me habían robado. Lloré desde el fondo de mi corazón, como se llora cuando se invierte tanta ilusión para nada. Un policía nacional de uno de los edificios oficiales de Castellana salió a vernos. Era de Tarancón, un pueblo de Cuenca cercano al de mi madre. Le contamos lo sucedido y se decidió a ayudarnos. Una hora después encontró mi cartera en una papelera de la calle. Estaba todo, salvo la entrada y las mil pesetas que llevaba.
Desolado, seguimos el camino pensando -ilusos- que encontraríamos al tipo en los accesos al partido. Visitamos al abuelo de mi amigo, sin contarle nada de lo sucedido, faltaban sólo tres días para Nochebuena y era visita obligada. Era un señor alto, amable y con bigote, sé que ya falleció. Y nos fuimos al Bernabéu. Cuando faltaban 10 minutos para comenzar el encuentro, tras escrutar a cada espectador, yo estaba hundido porque sabía que no podría entrar.
Y entonces mi amigo tuvo un gesto de generosidad que jamás olvidaré: tomó el dinero que le dio su abuelo, su regalo de Navidad, se fue a por una entrada de las más baratas (sólo daba para eso, arriba de pie en el tercer anfiteatro) y me la éntregó. Me dijo: "el partido, lo vamos a ver". Y él, además de a su aguinaldo, renunció a su asiento de preferencia y juntos vivimos el partido desde las alturas. Arconada vestía de azul con pantalón negro. Perdimos uno a cero con gol de penalti de Hugo Sánchez.
Esto quedó para siempre entre él y yo. Me juré no romper nunca con esa amistad.

Aún no lo sabía


El primer partido de fútbol que vi completo fue la final del Mundial de Argentina 1978. Recuerdo que cuando Passarella recogió la copa, estaba indignado porque en mi opinión debía ser Kempes quien tuviese los honores, ¡él había metido los goles!. Lo siguiente fue la Eurocopa de Italia 1980. Yo estaba en 6º de EGB. Una tarde de 18 de Junio fuimos a hacer un trabajo de fin de curso sobre Castilla y León a casa de un amigo, Eduardo, que tenía un hermano quien, con seis años, ya daba cientos de toques al balón sin dejarlo caer. La casa estaba llena de chicas, Eduardo tenía muchas hermanas, así que nadie salvo ese niño hacía mucho caso al partido de España que ponían en la tele. Yo me senté a verlo en aquel salón tan ajeno -perdimos- y no hice el trabajo de Sociales. Fue la primera vez que vi a Arconada. Aún no sabía lo que quería ser de mayor.