Los últimos meses estaban siendo un infierno. Después de nueve años en esa empresa de distribución, no sabía qué mano negra me había tocado, pero entre todos decidieron hacerme la vida imposible. Un cambio radical en la dirección se llevó a todos los jefes a Francia, y yo quedé en tierra de nadie. Mientras los franceses me pedían aguantar el tipo, los españoles se entretenían dándome puestos de inferior categoría, a quinientos kilómetros de mi casa. La intención era clara. De repente, en esa Compañía, en la que había crecido rodeado de valores que creía sinceros, comenzaron a gastarlas así. Primero me degradaron. Después, recién casado, me enviaron desde Madrid a Bilbao a trabajar, y al cabo de unos meses a San Sebastián.
Lo bueno de ser portero es que para el resto de tu vida conoces lo que es el banquillo, y no te asusta. Con esfuerzo y aprovechando las oportunidades, recuperas tu puesto. Seguro. ¡Si hasta Arconada estuvo a punto de volver a la selección en el 88!. Mi segundo año de juvenil, perdí la titularidad por lesión y me propuse dejarme el alma entrenando hasta volver jugar. Así fue, y salí adelante (así iba yo por la vida con 17 años).
Días antes de la Navidad del 2003, mi médico de cabecera me dijo que probablemente tenía una depresión, y que debía ver a un psicólogo. Lógico: cada sábado por la noche me hacía el trayecto San Sebastián - Madrid en el tren nocturno, y el lunes de vuelta. Durante más de un año, de cada 7 días de la semana, dos dormía en el tren, uno en Madrid con mi pareja y cuatro en Donosti. Y atacando un trabajo en el que pese a unos resultados excepcionales, no me querían. Aquello estaba acabando conmigo. Ya no podía más.
El día de Navidad por la noche tomé el tren de regreso para trabajar. Iba a ser para poco, ya que en Nochevieja volvía a casa. Y entonces, cuando vivía instalado en las vísperas de nada, llegó uno de los momentos más intensos de mi vida.
El 28 de diciembre, a las siete de la tarde, yo estaba en mi despacho del centro comercial. Vinieron 2 empleados corriendo muy agitados: "¡Corre, corre, ven!". Me sacaron a tirones de aquella triste habitación y me llevaron a la línea de cajas. Allí estaba Arconada, con tres amigos. Tomé el bolígrafo de una cajera y el primer papel que vi. Me fui hacia él y le saludé. Estaba muy nervioso, yo quería contarle en un minuto lo mucho que le admiraba, pero ahora sólo recuerdo lo que dijo él: "¿Eres el director de todo esto? Debe ser difícil". Tímidamente, respondí: "No lo sabes tú bien". Me firmó un autógrafo. Volví a mi despacho, cerré la puerta y toda la depresión me salió por los ojos, en una de esas emociones sin medida que nadie ve.
Poco después dejé ese trabajo y el esfuerzo inútil por quienes no apreciaban lo difícil que, de verdad, resultaba todo aquello para mí.
Doscientos treinta
Hace 11 años