Naturalmente eran otros tiempos. Uno habla así desde la perspectiva de los 40 años, pero no es retórica. Eran otros tiempos porque en mi primer año jugando de portero de fútbol, tuve que utilizar unos guantes de esquí de mi amigo Tomás, y más tarde unos Mikasa amarillos de lana con puntitos de caucho negro que Pozuelo, el de la tienda de deportes del pueblo, decía que impedían escurrirse al balón. Mentira. Además en los suelos de tierra, era muy doloroso.
Eran otros tiempos porque las personas eran más valientes. Mis padres, que querían darnos mejor calidad de vida, decidieron que mi madre su pusiera a trabajar y ésta, en dos años, sacó su Graduado escolar y después una oposición. Y... marchó unos años a Barcelona a trabajar, donde le dieron destino. Nos veíamos de cuando en cuando pero fue muy duro. Sobre todo para ella. No imagino lo que sería privarme de mis hijos duante semanas.
En el comienzo del verano de 1983, mi madre llegó al pueblo en aquel tren que tardaba más de siete horas desde Barcelona. Yo iba a comenzar a ejercer de Arconada ese año en el equipo de niños del pueblo tras una ascensión meteórica. Al llegar a casa, mamá sacó de su maleta un regalo de cumpleaños para mí. Nunca lo olvidaré: unos guantes de portero de verdad, de una impresionante piel azul celeste, con piezas rojas de agarre para el balón y una bandera de España sobre el puño. Unos guantes mucho más grandes que mis manos, pero mejor, tal como los llevaba Arconada. Unos guantes de portero de verdad, como ningún níño tenía por entonces.
Unos días después, mamá tomó el tren nocturno de regreso. Íbamos a despedirla a la estación. Yo siempre lloraba un poco, en silencio. Pero aquel regalo tuvo su efecto: al llegar a casa, subí a mi cuarto, tomé las manoplas y me las puse en la nariz para gozar de ese olor intenso a piel. Estuve así un rato. Y me puse contento, o al menos, un poco menos triste.
Ese año paré algunos penaltis con mis guantes azules.