Todo lo que no me callé


Ser admirador de Arconada suponía llevar el peso del orgullo a tus espaldas. Digamos por ejemplo que ser admirador de Iker Casillas o de Rafa Nadal es más fácil (todo es más fácil hoy). Se trataba de alguien consecuente: las cosas eran como eran y no se callaba. Cometía errores, como todos, pero cuando muy serio explicaba que eran lances del juego, era como cuando rechazaba las ofertas para salir de Donostia, y había una sola opción: callarse y escuchar. Era un ídolo muy coherente, de una pieza. Esto facilita la vida al admirador, la verdad. Y da pistas.
Yo crecí con la certeza de que en la vida había que tener las mínimas estridencias, y en todo caso, de puertas para adentro. Pero que las cosas se llaman por su nombre, y hasta el final.
También, en la infancia, aprendí gracias a él que eso no es gratis, y que suele tener consecuencias, porque decir lo que uno cree pasa factura. A eso me refiero con el valor añadido de ser seguidor de Arconada: antes de la mayoría de edad había una serie de lecciones éticas que ya había entendido. Creía entender que él ya había dicho a las personas de la Federación española lo que pensaba (de las primas, de la Martona...). Y al seleccionador Muñoz. Y a más gente. Pero yo era pequeño para comprenderlo todo y además las informaciones que llegaban a Madrid estaban llenas de sobreentendidos.
En 1987, matándome a entrenar, yo alternaba titularidad y suplencia en el Mora C.F., equipo de un pueblo de Toledo que produce mucha aceituna en el invierno, tanta que los domingos de diciembre no venía nadie al campo. Poco después, en el mes de abril, ya era matemático: no subiríamos a Tercera, a pesar del excelente equipo que conformábamos, con tipos como Gorka, Cachito, Sanz, Palafox, que de verdad, eran muy buenos. Lo malo es que cobrábamos acorde a la calidad. Y la directiva decidió ahorrarse los sueldos hasta fin de la campaña. Así que cuando llegué al campo, Paquito, el entrenador más canijo que he tenido, me dijo que ninguno de esos iba a jugar. Que por mi no había problema: cobraría lo que se me debía, pero como ya daba igual, al Presidente le hacía ilusión que su sobrino, el del juvenil, jugase de portero. Yo me iba al banquillo.
Ya estábamos en una situación donde llamar a las cosas por su nombre. Con diecinueve años, la primera de verdad. Pensé en Arconada: si seguía mis principios, me quedaba sin cobrar doscientas mil pesetas (de entonces). Si me iba al banquillo a ver el partido asumía la deshonra a cambio de un dinero ganado con tremendo esfuerzo.
A Paquito lo mandé a la mierda en el túnel de vestuarios. Y eso que lo conocía de tiempo. Y al Presidente, un empresario marmolista de la zona -hacía lápidas-, le dije lo que opinaba de sus fúnebres métodos (sería la costumbre). Me costó mucho. No era ni soy tan valiente como para no importarme plantarme ante un señor que me triplicaba la edad y decir aquello. Pero era lo que había que hacer.
Mi padre estaba en la grada, ajeno a todo esto. Le busqué, montamos en el Supermirafiori blanco y mientras volvíamos a casa, silenció mis sollozos confirmándome que es verdad: que llevar la frente alta cuesta mucho, pero no tiene precio.


Episodios aristotélicos




Después de muchos años sin vernos, mi gran amigo llegó desde Alemania para pasar unos días juntos. Tres días que servirían para recordar lo viejo y para compartir un poquito de nuestro lejano presente.

Al día siguiente, partido. Yo quería hacerlo bien, era la primera vez que mi amigo venía a verme jugar (pienso, ahora, que el público no sabe las motivaciones que en el campo nos llevan a hacerlo mejor o peor). Cuando saltamos al campo, lo ví sentado... absorto en su lectura. Se pasó todo el partido leyendo. Incluso en el momento álgido del encuentro: penalty en contra. Yo me dije "ahora mirará" y confiado en ello me concentré para detenerlo. Con éxito: estirada al palo de mi derecha (mi lado bueno) y gran parada. Pues ni por esas. Ni se inmutó el amigo, al que miré de reojo mientras me abrazaban mis compañeros, viéndole enfrascado en aquel libro misterioso.

Una de las cosas que más admiraba en Arconada era la capacidad de mantener la serenidad incluso en los momentos de más tensión. Nunca una declaración extemporánea a la prensa. En todo momento con la calma a cuestas, sin salidas de tono. Tampoco en el terreno de juego. Para que se me entienda, Buyo era bueno, pero no tenía ese saber estar. Arconada era elegante sacando de puerta, dirigiendo la defensa, o elevándose ante los rivales para despejar de puños un córner cerrado

A mi no me salía esto. Durante mucho tiempo. Nunca olvidaré aquel otro penalty que me colaron, que salió raso junto al palo hasta la grada porque la red estaba rota, y que disimulé de tal modo que el árbitro y varios de mis compañeros (no el rival) creyeron que salió fuera. Acabamos a golpes y yo manteniendo el engaño. Así era yo en el campo. Hasta que leí el libro dichoso y todo cambió.

Leí la "Ética a Nicómaco" por curiosidad y por admiración a mi amigo. Lo terminé un sábado por la tarde. Al día siguiente nos enfrentábamos al Tobarra C.F. A mitad de partido, el balón vino suave a mí. El delantero corría como un loco incluso sabiendo que esa bola era mía. Cuando la cogí, todavía llegó el tipo como un tren y metió el pie con la peor intención. Caimos los dos. Con el balón en una mano, me levanté como un resorte, alcé mi puño para sacudirle y de repente, oí que el muchacho, mirándome asustado desde el suelo, emitía una serie de extraños gritos guturales. Era sordomudo. Bajé mi brazo pensando en Aristóteles, en que entre la cobardía y la temeridad hay un justo medio y que ese era el lugar donde yo querría estar en adelante, aunque sólo fuera por ser como Arconada.



Cuestión de principios

Yo solía ir mucho a casa de don Luis, el médico de cabecera, no porque enfermara a menudo sino porque en esa época me mandaban normalmente a por recetas para mis padres o abuelos; este era el clásico recado tedioso porque suponía pasar mucho rato con poca productividad. Don Luis, en su sala de espera, tenía un montón de revistas para amenizar aquellas tardes de mucha demanda y poca oferta médica en mi pueblo. Las revistas no eran “del corazón” precisamente sino que reflejaban el estado espiritual del entrañable galeno: todas eran “Mundo Cristiano”, “Misioneros combonianos”, o similares. Ahí me inspiraba yo para sacar con nota los exámenes de religión.
Como era muy curioso, y me leía todo lo que caía en las manos, pues bienvenida era la doctrina cristiana. Y como bien dice algún sector de la misma, el sacrificio suele acercarte a Dios. Pues eso fue exactamente lo que me sucedió.
Así fue que un día estaba yo, penitente, leyendo un “Mundo Cristiano”, y de repente apareció Él. Una entrevista, escrita por Paco García Caridad -hoy afamado periodista-, católica, apostólica y romana. De valores. Preguntas y respuestas sinceras y de orden, donde se retrata el personaje tanto como el medio. Con confesiones serías, personales.
Desde la visión de los doce años (en 1980, aún tan inocentes), aquello era una seria declaración de valores humanos y más allá, humanísticos. Era la primera vez que leía una entrevista con Arconada, y me pareció espléndida. Para mí, era un personaje más gráfico que otra cosa, de camisetas preciosas, de fotos pegadas en mi armario con palomitas extraordinarias. Pero de texto, nada.
En un recuadro de la entrevista, un titular: AMISTAD, PORRUSALDA Y FAMILIA. Los tres pilares de la vida. Ahí, en el “Mundo Cristiano”, y a esa temprana edad, comprendí yo lo que realmente merecía la pena en este valle de lágrimas. Libertad, igualdad, fraternidad… ¿qué es esa cursilería? Estos sí eran principios. Y bien explicados que estaban.
La familia, lo entendía bien. En mi casa estaba muy asumido ese principio vital. Éramos un grupo muy unido y nos queríamos muchísimo, mis padres, mis hermanos. Aún es así. Ese lo tenía clavado.
Respecto de los amigos, fue por entonces que aprendí la diferencia entre los auténticos y los que no lo eran. A partir de ahí, ya comencé a aplicar un esquema selectivo que todavía hoy me dura. De hecho, me quedan muy pocos, pero los que son, están desde hace muchísimos años. Estoy muy orgulloso de ello. Ese principio lo tenía.
Y en cuanto a la porrusalda, cuando aquella tarde regresé con la receta de Muface a mi casa (y con la mala conciencia: arrancar y robar una página de una revista así debía ser más pecado que de costumbre), me planté ante mi madre pidiéndole el sagrado guiso. Ella me miró muy extrañada porque ese plato no había sido precisamente mi debilidad -de la variante con bacalao, que en la edad adulta creí entender que es a lo que se refería Arconada, ni mencionarlo sin arcadas-. Y nadie sabe la cantidad de puerro con patata y zanahoria que he podido comer hasta la fecha actual.
Era una cuestión de principios.

Buscando encontré

Yo seguía el Estudio Estadio desde los tiempos de Juan Manuel Gozalo, los lunes. Eso era antes de jugar al fútbol, pero ya me apasionaba el ritmo, los colores de las camisetas, la melena y los bigotes de los jugadores (eran los tatuajes de ahora), o los inverosímiles y pomposos nombres de árbitro (Alvárez Margüenda, Soriano Aladrén). Había un chiste gráfico antes de cada resumen, era la era predigital, donde todo se hacía a mano y en nuestras cabezas todo también era más naif. Mi vida en aquel tiempo era un largo río tranquilo, feliz en mi casa del pueblo, con mis amigos cerca, las chicas que me gustaban, buenas notas en el Instituto, y unos padres pendientes de mí cada día del año.

Cuando en el 83 comencé a ponerme de portero, tuve una idea de una fascinante construcción lógica. Si, mirando el Estudio Estadio, me fijaba mucho en los goles que le metían a Arconada, los memorizaba y en los entrenamientos era capaz de visualizarlos, sería imposible tropezar sobre esa misma piedra en el partido del domingo. Era un ejercicio de excelencia que comencé a desarrollar con malos resultados (el primer año en el "Ábrego C.F." los recibí de cinco en cinco, y sólo ganamos a la Peña de Athletic de Bilbao) pero con constancia y entrega me llevó al equipo de juveniles de mi pueblo en año y pico. Así que cada domingo (porque el programa pasó a los domingos) me sentaba y no me movía del sillón de la salita de estar hasta que salía el resumen de la Real Sociedad. Porque en aquel entonces, si te lo perdías, simplemente no lo veías más. Y cada gol perdido era un gol que me podían meter al siguiente domingo.

Hasta aquel primer partido de Liga del 85, un 31 de Agosto en Atocha. "El País" dijo "Arconada paró el sábado el disparo de un delantero céltico y, al ir a revolverse para despejar de puño a fin de evitar un posterior remate, sintió el dolor en la rodilla" (ya no se escribe así). Yo sólo ví que al iniciarse el resumen de la segunda parte del partido, mi ídolo, vestido de azul, cayó sobre la hierba y no se levantó. Su ligamento se rompió y yo me quedé sin profesor a distancia de los goles que no habría de recibir.

Aquella noche, cuando acabó el Estudio Estadio, me quedé pensando en que desde ese momento, y para toda la temporada, habría de valerme por mí mismo. Fue la primera vez que tuve que asomarme al abismo a ver lo alto que era y comprendí que buscando la perfección puede uno encontrar el fracaso. Pasó un tiempo y me acostumbré a ello. No busqué sustitutos. Jugué como lo habría hecho él, pero fui yo mismo -es más, una vez hasta me puse un pantalón blanco-.
Meses después marché a Madrid, la gran ciudad, tan inhóspita, para iniciar mis estudios universitarios. Él volvió a los terrenos de juego y yo me dispuse a comenzar una nueva vida a partir de la cual ya no habría referencias. Pero en la que siempre estuvo presente aquella noche donde me convencí de que ya era tiempo de saltar sin red.



Catálogo de frustraciones


Yo debía tener 16 años cuando tuve un sueño que me acomapaña desde entonces. Se trata de un sueño casi infantil, pero de gran significado: muchas veces pienso en él, ha venido a visitarme en mi existencia posterior. Lo recuerdo nítido, con olores y texturas, con voces y gestos.
Por fín había llegado a jugar en un equipo de Primera división. No debía ser uno de los grandes, ni un partido internacional. El vestuario era muy pobre, con unos bancos de hierro oxidado y un tablero encima, donde a duras penas cabíamos todos los miembros del equipo, apretujados mientras nos poníamos la equipación. A juzgar por las medias, debía ser el Osasuna de Pamplona. Salvo que el entrenador, quien vociferaba haciendo retumbar el suelo de terrazo, era José María Maguregui, que nunca entrenó a Osasuna.


Recuerdo haberlo contado en el Instituto a alguno de mis mejores amigos, y no se entendía que soñase con Maguregui a los 16 años. No sólo porque a esa edad se suele soñar con chicas (era lo común). Es que este entrenador era el prototipo de mister cutre, vasco pero carpetovetónico, como Benítez del Málaga, Joanet del Castellón o Vidal del Cádiz más recientemente. Al final de su recorrido entrenó al Atlético de Madrid pero eso fue años después (y una locura más de Jesús Gil). Tuve algunos de esos en mi carrera real: taxistas puteros metidos a técnicos, empleados de gasolinera haciendo preparaciones físicas demenciales...


Maguregui nos gritaba para animarnos y yo buscaba mis medias blancas aturdido por la responsabilidad de jugar en Primera. Pero no las encontraba. Sólo estaban las rojas con vuelta azul oscuro, de un tejido reseco y blanquecino a fuerza de lavarse con jabón Lagarto. Pasaban los minutos y yo sin poder acabar de vestirme, porque yo no sabía jugar con otras medias que no fueran las de Arconada. Era un sueño y en los sueños no se transige. Y al final, me quedo en ese vestuario descalzo, solo, deshecho por haber perdido una oportunidad así, sin debutar en la máxima categoría por culpa de unas olvidadas medias blancas.


El sueño dura demasiados años en mi cabeza. Pero no es ni una casualidad ni una mera obsesión. En la vida hay un catálogo de frustraciones que va engordando con el tiempo. Mieles que se quedan en los labios. Ilusiones rotas sin saber muy bien por qué. Uno es como es. Y es tan mía la capacidad de ilusionarme con los eventos de la vida como la necesidad de ponerme aquellos calcetines. Así, cada vez que llega un desengaño, cuando ya en frío me acuesto y cierro los ojos, pienso que uno de estos días, en el fondo de la bolsa o tiradas junto al botiquín, aparecerán las dichosas medias y terminaré saltando al césped del Sadar, animado por aquel entrenador que, en fondo, debía ser una entrañable muy buena persona.


Respetarse



Una oposición es un trabajo de Sísifo, llevas la piedra a lo alto de la montaña, hasta que cae y vuelves a subirla. A principios de 1995, tras casi cuatro años, yo ya había dejado la piedra aparcada y estaba dando un paseo por la montaña. Mi vida era un desastre, los años de estudio en soledad no eran sólo una pérdida de tiempo, sino una pérdida de amigos, de intereses, de sentimientos, de rumbo al fin. Una perdida de respeto a mí mismo es lo que era. No tenía ganas ni de mirarme al espejo, porque lo peor era esa sensación de no reconocerse.

Sin pretenderlo siquiera, tuve una oferta de trabajo en París. A veces pasan estas cosas, que te llega una solución a un problema y te la tienes que jugar porque es la única oportunidad. Se trataba de poner kilómetros por medio, romper con todo. Por nada del mundo hubiera rechazado algo así -además de por mi conocida tendencia a escapar de los sitios donde no quiero estar-.

Al llegar a mi lugar de trabajo, en Villabé, a las afueras de París, una de las primeras cosas que hice fue retomar el fútbol, que había dejado en todo lo alto de la Regional Preferente, como ya he contado aquí. Me hicieron una prueba en la "Etoile Sportive Villabé" y comencé la temporada con mi nuevo equipo (sólo por el nombre no me podía resistir).

El entrenador era un tipo de unos 40 años, árabe, que según decían había jugado con la selección de Francia juvenil. Ese tipo de referencias ya no me impresionaban, a esas alturas ya sabía que cada uno tiene su minuto de gloria que luego el tiempo, y la mala memoria selectiva, agrandan. Lo malo es que él se tenía por alguien importante. Gritaba en los entrenamientos, en los partidos, gritaba todo el rato. Y conmigo tenía un problema: Ser Arconada en Francia no era lo mismo que en España.
Aquí hasta el más crítico le tenía respeto. Allí sólo era recordado por aquel maldito gol. Y eso que fue en Francia, en 1981, donde salió elegido mejor portero de Europa, tras Shilton. Pero a este entrenador ni le gustaba cómo mandaba al equipo (yo también sé gritar), ni el giro que daba para incorporarme tras un despeje, ni las medias blancas, ni siquiera cómo me agazapaba sobre la línea de gol a la espera de que el rival lanzase el penalty. No le gustaba, pero la eliminatoria de Copa de Francia contra el "Lusitanos du XIVème" se la saqué yo adelante parando una pena máxima.

¿Y a quién pretendía aquel entrenador que me pareciese? ¿A Fabian Barthez? ¿A Bernard Lama?. Ni hablar. Dejé el equipo tras un partido que ganamos al (de verdad, los equipos se llamaban así) "Juifs de la Porte d'Orleans". Y nunca más me volví a poner bajo una portería. Pero fue comenzando a tener respeto a mis propios mitos y a sus valores como recobré el camino del respeto a mí mismo. Para finalmente encauzar mi vida.



Las causas perdidas


Correa, un delantero del Gimnástico (el equipo del pueblo) que estaba haciendo la mili en Ceuta, me conoció por el nombre y por el puesto (tampoco era muy difícil). Cuando volvió de África, unos meses después, entrenando, me lo dijo. Recuerdo que, de algún modo, era un reconocimiento de futbolero a futbolero. Con los del equipo de mayores, no teníamos una gran relación. La verdad, ni nos dirigían la palabra.

La Hontoria, la profesora de Literatura de COU, me felicitó por la redacción, que estaba "bastante lograda". Sin embargo, observé muy poca emoción en sus palabras, supongo que el fútbol le importaba un comino, y no tenía ni idea de quién era ese Arconada. Teniendo en cuenta que el rasgo particular de esta profesora era su resumidísimo labio superior, pensé que Dios no hizo la miel de mi ídolo para su extraña boca. Semanas después me vengué. Soy de haceme apuestas conmigo mismo, y en un examen, copié. Yo tenía una chapa de Arconada, de las grandes (aún llevaba la camiseta con el aguilucho, imagina). Me puse la chuleta tras la chapa. No me hacía falta, era muy estudioso, pero hay cosas que se caen por su propio peso.

Mi padre trabajaba de tardes, así que llegaba a casa sobre las diez de la noche. Yo solía estudiar en el piso de arriba, le oía abrir la puerta y carraspear según se quitaba el abrigo. Mi padre carraspea muy bien. Todavía hoy mi hijo de casi 2 años le imita. Bueno, pues tras ese rito diario, oigo que me llama muy serio: "Ramón, baja". Menudo susto, ya había hecho algo. Lo malo es que no sabía qué (aún siendo muy formal, con 17 años siempre había opciones). Bajé las escaleras con el miedo en el cuerpo, se me hicieron eternos los veintidós escalones. Llego a la salita, allí estaba mi madre sentada, y mi padre de pie. Sin mirarme, arroja sobre el cristal que cubría el tapete de la mesa camilla un ejemplar del Don Balón. Dice mi padre: "¿Qué es esto?" Y yo, "pues el Don Balón". Pensé: "¡Mi padre se trae el Don Balón del trabajo, esto se lo ha encontrado por la calle, no puede ser, estoy soñando!". Abre la revista por la sección "Cartas a Don Balón", y señalándola, me hace un gesto como de "¿y esto?". No sé si estaba enfadado o impresionado porque había tomado la iniciativa de escribir a una revista reivindicando al mejor portero del mundo. Yo creo que pensó que una cosa así -llamar inepto al seleccionador nacional- no se puede hacer sin consecuencias, y que a lo mejor Miguel Muñoz, o incluso Buyo, nos ponían una demanda. No fue así. Pero consecuencias hubo: Arconada no volvió a la selección. Quizá que me pasé un poco, pero estaba de muy mala leche. Si Muñoz tenía dudas sobre si recuperarlo para el equipo, lo que le faltaba eran un porterete de Preferente juvenil insultándole en la prensa. Así que ahí acabó la carrera internacional del mito.

De hecho, maldita paradoja, tengo que convivir con que el número que publicó mi carta, lleve en portada una gran foto que dice "Zubi, el sucesor". Desde entonces, soy el rey de las causas perdidas.

El soñador y la genética



Con el paso del tiempo, nos íbamos dando cuenta de que a mí me faltaban cinco centímetros para ser como Arconada. Parece poco, pero en los saques de esquina no es lo mismo el metro ochenta que el metro setenta y cinco. Lo malo es que ese crecimiento, a los 16 años, ya comenzaba a ser mucho. Y yo ya iba siendo conocido con el poco honroso sobrenombre de "el Porterete".
Un día, obtuve un preciado tesoro: el cromo del ídolo de los chicles Boomer. Ese chicle fue el eje que marcó todo el verano del 85. Porque en el cromo, Arconada menguó: ya no eran cinco, sino cuatro los escalones que franquear. Arconada, según los chicles Boomer, medía 1,79. Y aquello me dio el espaldarazo necesario para atacar ese frente.

Siempre ha habido soñadores que tienen ganas de desafiar las leyes establecidas, incluso aquellas de la genética. Mi padre es uno de esos. Así que estableció un plan para mejorar la raza en un verano. Hoy, puestos a hacerlo bien, hubiéramos ido a Internet a comprar hormonas de crecimiento. Por entonces, la idea de mi padre fue colgarme del tendedero de mi casa todos los días un buen rato.

Gracias a Dios no viviamos en un tercer piso. El tendedero del jardín estaba anclado a la pared a unos dos metros y pico de alto. Tenía dos barras de forma rectangular, pintadas de verde, y que estaban unidas por sendas cuerdas. Si al menos hubieran sido cilindricas... Yo me ponía allí colgando de los brazos, y se trataba simplemente de aguantar el máximo tiempo posible. Mi padre se quedaba allí delante, dándome ánimos para resistir. Porque el esfuerzo merecía la pena.

Debo decir que no estaba muy seguro de la eficacia del método. Así que cuando me bajaba de la barra, me ponía a hacer sentadillas por si acaso. Me dije: "por si no crezco, al menos que salte más que ninguno". Y me metía series de 300 sentadillas agarrado al fregadero, hasta que los músculos de las piernas no me aguantaban. Menos mal...
Porque tras las tres primeras semanas no había recortado ni un centímetro de los cuatro -a este respecto, hubo discusión porque a la fuerza había un efecto placebo-. Pero tras una profunda reflexión pasamos al plan B: ahora ya no sólo estaría colgado de la barra, sino que además, mi padre se aplicaría a tirarme de los tobillos a la vez. Así asegurábamos ese resultado que tardaba en llegar. La estampa era digna de verse.
Las manos, al menos, se me curtieron para la vendimia que casi sin pensarlo, y con los mismos centímetros de diferencia, llegó poniendo fin al verano. Otro día contaré cómo a base de friegas con ortigas y yema de huevo "el Porterete", que brincaba como un resorte, no se iba a quedar calvo...



Últimas palabras


Entre los 8 y 11 años de edad, estuve muy preocupado por lo que me parecía un tema capital: las últimas palabras antes de morir. Una vez, muy pequeño, me dijeron que Cervantes, antes de fallecer, dijo "...soy de Alca..." y se murió. Por eso no se sabe si es natural de Alcázar de S. Juan o de Alcalá de Henares. Y así iba yo leyendo biografías de prohombres, y me acostumbré a acabar los libros, claro. Una de las mejores, de Nelson: "muero, pero muero feliz porque he derrotado a los franceses...". Cuando le tocó a mi abuelo, pregunté qué dijo y por lo visto fue "chuletillas de cordero", lo que bien mirado no está tan mal.
La verdad es que fue un fastidio, pero Arconada decidió liquidar su carrera deportiva en todo lo alto. Los años anteriores, tras la lesión, fueron fabulosos. Pero él decidió dejarlo ahí. En una de las entrevistas que conservé, dijo: " es preferible dejar un buen recuerdo que una pobre impresión". Como Nelson. Palabra de Dios. De modo que al igual que con las últimas palabras, había que elegir el momento oportuno para dejar el valle de lágrimas que era mi carrera futbolística.
Esto constituyó una nueva preocupación a partir de mi último año de facultad, donde más o menos tenía pensado dejar todo lo "accesorio" para hacer unas oposiciones (craso error). Ese año, temporada 90 - 91, guardé la portería de la Unión Criptanense, equipo del vecino pueblo de Campo de Criptana, cuna ente otros de Sara Montiel. El pueblo donde mejor me han tratado.
Por el mes de mayo de 1991, acabando la liga, se disputó el partido Criptanense - Pedro Muñoz. Unos diez kilómetros separan ambas localidades, así que duelo en todo lo alto. Esos partidos en La Mancha no tenían precio, pude jugar algunos, era intensísimo: el honor del pueblo en liza, nada menos.
Antes de comenzar el encuentro, llega Lucas, el Presidente, al vestuario. Su hijo era el defensa central, y habló por él. Un tipo del C.F. Campillo de Altobuey, en liza con el Pedro Muñoz por el ascenso a Tercera, nos traía un maletín de dinero por empatar o ganar. ¡Ostras, una prima a terceros!. Nos decía Lucas: "Sed discretos, a nosotros nos da igual, queremos ganar como sea". Yo, mientras me vestía (ese año jugué con la camiseta naranja de la marca "Rasán", la de verdad de Arconada), visualizaba el maletín como en los tebeos de Mortadelo, con los billetes saliendo por las costuras. A mí no me daba igual, la verdad. Me quería poner un laboratorio de revelado fotográfico en casa y ya habia localizado a un señor en el "Segunda mano" que me lo vendía por 15000 pesetas. No sabía a cuánto tocábamos, pero desde luego, igual no me daba.
Hice el mejor partido de mi carrera. Las paré de todos los colores, por arriba, por abajo, hasta los córner, estaba hecho un coloso. No pude evitar el empate a uno, me pitaron un penalty que no fue (esto merecerá otro episodio por cómo ocurrió), pero fue extraordinario. Juro que salí a hombros del "Municipal Agustín de la Fuente". La vida a veces tiene sus ratitos de gloria, muy raros, pero existen: una tarde salí a hombros de un campo....
Al llegar al vestuario, comencé a desnudarme en medio del jolgorio de mis compañeros. Tras los partidos siempre tenía un bajón, me quedaba exhausto. No te cuento aquel día. De pronto, ya sin botas, me subí al banco donde estábamos sentados, y levanté la voz. "Quiero decir algo". Se hizo el silencio, todos me miraban borrachos de felicidad. "Quiero decir que hoy dejo el fútbol y me retiro". Lo proclamé con tal convicción que el entrenador, una bellísima persona, sólo me miró de frente y me dio un abrazo tremendo. Mis compañeros también. Faltaban cinco partidos para acabar la liga. El momento había llegado.
No había billetes, era un cheque. Y me hice fotógrafo. Yo creo que estuvo bien.




La pinta y el tesón


Los cronistas dirán que Arconada se retiró un mes de junio de 1989, y que Santiago Cañizares debutó en Primera división en septiembre del 92. Dos porteros internacionales que nunca se cruzaron en un terreno de juego.
Por tanto, aunque yo tenga mi opinión sobre quién era mejor, los cronistas dirán que nunca hubo vencedor ni vencido.
Pero no es así. Una pretemporada del 85, hubo partido. En Ciudad Real capital, torneo "Nuestra Señora de Alarcos", se enfrentaban los equipos de juveniles de Alcázar, Daimiel, Ciudad Real y Puertollano. Cuando nos enfrentamos al Calvo Sotelo -de esta última ciudad-, ya sabíamos que tenían un guardameta jovencito famosillo porque el Real Madrid lo iba fichar. Era bueno, la verdad. Cuando eres pequeño, todas esas historias sobre chavales que juegan contra tí y que a los 16 años ya parecen tener el futuro resuelto como futbolistas, imponen mucho. En el fondo es algo que nos daba mucha envidia a los demás que nos calzábamos las botas, o nos dejábamos la piel de los muslos en los campos de tierra. Mirabas a ese Cañizares y te decías "qué suerte", y luego, para consolarte, "pues no es tan bueno", o "mira qué pinta con ese chándal y las medias por fuera".
Así que mitad por la pinta (yo ya había decidido que campo de tierra -lo habitual- o de hierba, jugaba con mis medias blancas de Arconada a la vista, que la vida son dos días y la mercromina no era tan cara) y mitad por transformar la envidia en superación, conseguí no recibir ni un sólo gol en los partidos.
Los cronistas dirán que este Cañizares fichó por el Madrid, ganó mucho dinero, fue internacional, trofeo Zamora, y se retiró cuando escribí estas lineas. Yo, salvo una cosa que leí 20 años después sobre sus prácticas de sexo tántrico, dejé de envidiarle aquella mañana de Septiembre. Me llevé el trofeo al mejor portero, el único que hoy luce en mi casa, y me hice una herida en el culo, por llevar pantalón corto, que me duró tres semanas.
Los cronistas y yo sabemos que hay batallas que Arconada ganó, incluso sin estar.

Lo fácil y lo difícil

Los últimos meses estaban siendo un infierno. Después de nueve años en esa empresa de distribución, no sabía qué mano negra me había tocado, pero entre todos decidieron hacerme la vida imposible. Un cambio radical en la dirección se llevó a todos los jefes a Francia, y yo quedé en tierra de nadie. Mientras los franceses me pedían aguantar el tipo, los españoles se entretenían dándome puestos de inferior categoría, a quinientos kilómetros de mi casa. La intención era clara. De repente, en esa Compañía, en la que había crecido rodeado de valores que creía sinceros, comenzaron a gastarlas así. Primero me degradaron. Después, recién casado, me enviaron desde Madrid a Bilbao a trabajar, y al cabo de unos meses a San Sebastián.
Lo bueno de ser portero es que para el resto de tu vida conoces lo que es el banquillo, y no te asusta. Con esfuerzo y aprovechando las oportunidades, recuperas tu puesto. Seguro. ¡Si hasta Arconada estuvo a punto de volver a la selección en el 88!. Mi segundo año de juvenil, perdí la titularidad por lesión y me propuse dejarme el alma entrenando hasta volver jugar. Así fue, y salí adelante (así iba yo por la vida con 17 años).
Días antes de la Navidad del 2003, mi médico de cabecera me dijo que probablemente tenía una depresión, y que debía ver a un psicólogo. Lógico: cada sábado por la noche me hacía el trayecto San Sebastián - Madrid en el tren nocturno, y el lunes de vuelta. Durante más de un año, de cada 7 días de la semana, dos dormía en el tren, uno en Madrid con mi pareja y cuatro en Donosti. Y atacando un trabajo en el que pese a unos resultados excepcionales, no me querían. Aquello estaba acabando conmigo. Ya no podía más.
El día de Navidad por la noche tomé el tren de regreso para trabajar. Iba a ser para poco, ya que en Nochevieja volvía a casa. Y entonces, cuando vivía instalado en las vísperas de nada, llegó uno de los momentos más intensos de mi vida.
El 28 de diciembre, a las siete de la tarde, yo estaba en mi despacho del centro comercial. Vinieron 2 empleados corriendo muy agitados: "¡Corre, corre, ven!". Me sacaron a tirones de aquella triste habitación y me llevaron a la línea de cajas. Allí estaba Arconada, con tres amigos. Tomé el bolígrafo de una cajera y el primer papel que vi. Me fui hacia él y le saludé. Estaba muy nervioso, yo quería contarle en un minuto lo mucho que le admiraba, pero ahora sólo recuerdo lo que dijo él: "¿Eres el director de todo esto? Debe ser difícil". Tímidamente, respondí: "No lo sabes tú bien". Me firmó un autógrafo. Volví a mi despacho, cerré la puerta y toda la depresión me salió por los ojos, en una de esas emociones sin medida que nadie ve.
Poco después dejé ese trabajo y el esfuerzo inútil por quienes no apreciaban lo difícil que, de verdad, resultaba todo aquello para mí.

Se me va a agotar la paciencia


Mi padre vino a recogerme al Instituto con el 131 Supermirafiori, aquel diesel de motor Perkins que sonaba como un tractor. En la guantera, un bocadillo de tortilla francesa envuelto en Albal y el diario "As". Era un lunes de 1986, en la portada estaba Cervantes, un buen portero de la cantera donostiarra que jugaba en el Betis por entonces. Después de Arconada, era de los que más me gustaban. Buen presagio.
Tras haberme perdido las pruebas con el Real Madrid por una inoportuna lesión, por fin me habían dado nueva fecha. No sé quién estaba más nervioso, mi padre o yo. Él no trabajó aquella tarde, pero la ocasión bien lo valía. Hora y tres cuartos después, llegamos a Madrid. Subimos la Castellana, aparcamos el coche y entramos en la antigua -y ya inexistente- Ciudad Deportiva. El año anterior había jugado allí con mi equipo de Juveniles, me conocía el lugar -nos metieron una docena, lo juro-. Para la ocasión, me había preparado el mismo traje de entrenamiento que ví a Arconada en una foto de la revista francesa "Onze", una sudadera Adidas azul, con el trébol clásico en el pecho, que a mí me daba mucha confianza. Desde luego, no parecía un portero "de pueblo".
Tanto era así, que al poco de comenzar a entrenar, aparece Vicente Del Bosque y me llama a una esquina del campo de tierra. Con esa cojera que reforzaba su aire lánguido, tomó un balón y comenzó a chutarme a unos 3 metros de distancia. Busque con la mirada a mi padre, quien desde la grada me miraba sorprendido. Buena señal. Mi sudadera de la suerte.
De improviso, Del Bosque se detiene, me mira y me dice: "¿Tú eres del Atlético Velilla?", y yo respondo: "No, del Gimnástico de Alcázar". Entonces, todo ceremonioso, me contesta: "Muy bien, pues te llamaremos".
No lo podía creer. Al salir del vestuario abracé a mi padre. Hicimos el viaje de vuelta al pueblo con una emoción tremenda, comentando lo buenos o malos -más bien- que nos parecieron quienes compartieron ese entreno, el alma hinchada de orgullo.
Con los años, Vicente Del Bosque progresó en el oficio, fue entrenador del primer equipo del Real Madrid, ganó Copas de Europa, y ahora es el seleccionador español. Yo llevo esperando ya más de 22 años a que me llame. Últimamente he perdido la forma un poco, es que no tengo equipo, pero sigo dispuesto, -aunque con 40 años Arconada ya se había retirado-. Si antes de fin de año no suena el teléfono, se me va a agotar la paciencia y le voy a tener que decir que es demasiado tarde, que ya no voy.

El complot de las medias blancas

El mito, como todos los mitos, tenía un símbolo de distinción: las medias blancas. En primera división era fácil, supongo. Pero convencer a mi madre de la importancia del asunto era otra cosa. Porque, semana tras semana, lavar en lavadora unos calcetines blancos bien embarrados era y es un ejercicio de fe (espero no tener que hacerlo yo). Además, a fuerza de comprar calcetines blancos, pues hasta en los entrenamientos los llevaba, aunque ahí me ponía los rotos. Y me los pagaba yo. Todo antes de colocarme esos infames azules con vuelta roja del Gimnástico de Alcázar CF.
Así que como, parafraseando a Larra, jugar en La Mancha con medias blancas era llorar, el asunto era ya un emblema de fidelidad a la causa. Me costó lo mío. Quien diga que Arconada "luchó" con la Federación Española para no ponerse las de la selección, no conoció a mi madre. O a la de él.
En Noviembre de 1986, creo que sufrí un complot. Viene mi madre y me dice que un compañero de su trabajo me invitaba al Estadio Vicente Calderón a ver el Atlético de Madrid- Real Sociedad. Si hubiera sabido que era un miembro reconocido del "Frente Atlético" (los ultras en aquel tiempo) no hubiera llevado la bandera txuri urdin. Casi me cuesta un disgusto gordo al final del partido, pero esa es otra historia. El caso es que allí estaba yo, muerto de frío, rodeado de ultras rojiblancos, aguardando la salida de mi ídolo.
Los héroes no saben, no pueden saberlo, cómo sus pequeños gestos provocan ilusión o desazones. Arconada llevaba su camiseta naranja y negra de Adidas, y por debajo, un indigno chándal azul marino hasta las botas ante cuya presencia guardé mi bandera bajo el asiento y esperé, paciente y aterido, el final de un encuentro que, naturalmente, perdimos.
A mi madre no le dije nada, pero intuyo que lo sabía.


Otros tiempos



Naturalmente eran otros tiempos. Uno habla así desde la perspectiva de los 40 años, pero no es retórica. Eran otros tiempos porque en mi primer año jugando de portero de fútbol, tuve que utilizar unos guantes de esquí de mi amigo Tomás, y más tarde unos Mikasa amarillos de lana con puntitos de caucho negro que Pozuelo, el de la tienda de deportes del pueblo, decía que impedían escurrirse al balón. Mentira. Además en los suelos de tierra, era muy doloroso.

Eran otros tiempos porque las personas eran más valientes. Mis padres, que querían darnos mejor calidad de vida, decidieron que mi madre su pusiera a trabajar y ésta, en dos años, sacó su Graduado escolar y después una oposición. Y... marchó unos años a Barcelona a trabajar, donde le dieron destino. Nos veíamos de cuando en cuando pero fue muy duro. Sobre todo para ella. No imagino lo que sería privarme de mis hijos duante semanas.

En el comienzo del verano de 1983, mi madre llegó al pueblo en aquel tren que tardaba más de siete horas desde Barcelona. Yo iba a comenzar a ejercer de Arconada ese año en el equipo de niños del pueblo tras una ascensión meteórica. Al llegar a casa, mamá sacó de su maleta un regalo de cumpleaños para mí. Nunca lo olvidaré: unos guantes de portero de verdad, de una impresionante piel azul celeste, con piezas rojas de agarre para el balón y una bandera de España sobre el puño. Unos guantes mucho más grandes que mis manos, pero mejor, tal como los llevaba Arconada. Unos guantes de portero de verdad, como ningún níño tenía por entonces.

Unos días después, mamá tomó el tren nocturno de regreso. Íbamos a despedirla a la estación. Yo siempre lloraba un poco, en silencio. Pero aquel regalo tuvo su efecto: al llegar a casa, subí a mi cuarto, tomé las manoplas y me las puse en la nariz para gozar de ese olor intenso a piel. Estuve así un rato. Y me puse contento, o al menos, un poco menos triste.

Ese año paré algunos penaltis con mis guantes azules.


Heterodoxia


En 1981, decidí que quería ser portero como Arconada. Pero en el colegio no me ponían. Tenía mi hueco en el equipo de minibasket, del que era alero titular, y lo máximo que conseguí fue ser portero de balonmano. Algo es algo, me dije. De modo que en esa portería pequeña, comencé a hacer mis pinitos. Desde luego, trabajé los reflejos. Pero con 13 años uno no quiere emular a Arconada si no es para volar como él en busca de balones imposibles. Para lo demás, pues se hace uno de Zubizarreta y listo.
Mi entrenador, el señor Blanco, no lo veía tan claro. Mis gestos no le gustaban nada, dónde se ha visto, un portero de balonmano haciendo palomitas (ojo, en aquel tiempo el único pabellón con parquet de la provincia estaba en Ciudad Real capital, así que eran dolorosas palomitas sobre cemento). A buen seguro que si sigo en ese deporte, creo escuela, lo juro. Pero el mister se hartó y me mandó al banquillo, poniendo a un tal Juanito Noviembre en mi lugar. Nada de palomitas, este sí que era sobrio, aunque creo que a su pesar.
Llegó la semifinal del torneo provincial de Ciudad Real y allí estábamos nosotros. El equipo del cole estaba compuesto por una panda de malotes que tiraban el balón a 200km/h, un figurín llamado Escribano y de portero suplente, una versión tan espectacular como desaprovechada del mítico guardameta vasco. Desde siempre esta capital ha tenido mucha afición (curioso), así que el pabellón "Príncipe Felipe" estaba bastante lleno. Comenzó el partido, y en cinco minutos Juanito Noviembre se tragó cinco goles uno tras otro. Me llama el entrenador desesperado, "oye que vas a salir", me pongo la chaqueta del chándal celeste que me había dejado un compañero (es que Arconada ya jugaba con la celeste adidas del mundial de España) y me lancé a triunfar.
Qué partido cuajé. Sobre aquel parquet, las estiradas no dolían, y se pudo ver un prodigio de colocación, potencia y reflejos felinos. Aún sigo teniendo el recuerdo de haber hecho algo grande aquella mañana. El figurín me miraba asombrado al borde del área.
La final la perdimos contra el Santa María, al día siguiente. Yo nunca sería internacional en este deporte, por heterodoxo. Pero quince años después, un tipo del pueblo, revisor de la Renfe, confundió a mi hermano conmigo en un "Regional exprés". ¿Cómo se dió cuenta de la confusión? Porque después de soltarle un rollo de una hora sobre el pueblo y otros temas varios, terminó su discurso diciéndole: "... por cierto, ¡¡¡cómo jugabas al balonmano!!!".

Una historia de amistad



En diciembre de 1986, mi amigo Tomás y yo decidimos liarnos la manta a la cabeza y acudir a ver el Real Madrid - Real Sociedad en el Bernabéu. Él era (es) muy merengue y yo... pues venía Arconada lo más cerca posible de mi pueblo, Alcázar de San Juan. Un amigo de mi padre nos sacó las entradas en un viaje que hizo a Madrid, de preferencia nada menos, y el día señalado tomamos el tren regional -"la unidad"- hasta Madrid, con nuestros bocadillos. Al llegar a la estación de Atocha, como teníamos todo el día hasta el comienzo del partido, decidimos subir el paseo de Recoletos y luego la Castellana caminando. Nos cogía de paso la casa de su abuelo, así que pasaríamos a verle. El que conocía Madrid era él, así que adelante.
Después de comer en un banco de la calle, en la parte allta de Recoletos, paramos a beber agua en una fuente. Seguimos paseando y de pronto me dí cuenta de que no llevaba mi cartera, con mis documentos y sobre todo con mi entrada al campo. Inmediatamente volvimos sobre nuestros pasos y recordé al tipo que estaba detrás de mí en la fuente. Me habían robado. Lloré desde el fondo de mi corazón, como se llora cuando se invierte tanta ilusión para nada. Un policía nacional de uno de los edificios oficiales de Castellana salió a vernos. Era de Tarancón, un pueblo de Cuenca cercano al de mi madre. Le contamos lo sucedido y se decidió a ayudarnos. Una hora después encontró mi cartera en una papelera de la calle. Estaba todo, salvo la entrada y las mil pesetas que llevaba.
Desolado, seguimos el camino pensando -ilusos- que encontraríamos al tipo en los accesos al partido. Visitamos al abuelo de mi amigo, sin contarle nada de lo sucedido, faltaban sólo tres días para Nochebuena y era visita obligada. Era un señor alto, amable y con bigote, sé que ya falleció. Y nos fuimos al Bernabéu. Cuando faltaban 10 minutos para comenzar el encuentro, tras escrutar a cada espectador, yo estaba hundido porque sabía que no podría entrar.
Y entonces mi amigo tuvo un gesto de generosidad que jamás olvidaré: tomó el dinero que le dio su abuelo, su regalo de Navidad, se fue a por una entrada de las más baratas (sólo daba para eso, arriba de pie en el tercer anfiteatro) y me la éntregó. Me dijo: "el partido, lo vamos a ver". Y él, además de a su aguinaldo, renunció a su asiento de preferencia y juntos vivimos el partido desde las alturas. Arconada vestía de azul con pantalón negro. Perdimos uno a cero con gol de penalti de Hugo Sánchez.
Esto quedó para siempre entre él y yo. Me juré no romper nunca con esa amistad.

Aún no lo sabía


El primer partido de fútbol que vi completo fue la final del Mundial de Argentina 1978. Recuerdo que cuando Passarella recogió la copa, estaba indignado porque en mi opinión debía ser Kempes quien tuviese los honores, ¡él había metido los goles!. Lo siguiente fue la Eurocopa de Italia 1980. Yo estaba en 6º de EGB. Una tarde de 18 de Junio fuimos a hacer un trabajo de fin de curso sobre Castilla y León a casa de un amigo, Eduardo, que tenía un hermano quien, con seis años, ya daba cientos de toques al balón sin dejarlo caer. La casa estaba llena de chicas, Eduardo tenía muchas hermanas, así que nadie salvo ese niño hacía mucho caso al partido de España que ponían en la tele. Yo me senté a verlo en aquel salón tan ajeno -perdimos- y no hice el trabajo de Sociales. Fue la primera vez que vi a Arconada. Aún no sabía lo que quería ser de mayor.